Uno dice fibra y, de repente, piensa en hebras, hilos e hilazas. Quizás en lienzos o músculos. Una fibra, en efecto, puede ser filamento. Y con filamento, por supuesto, me refiero a los tejidos vegetales o animales. Pero las fibras, también, se relacionan con ciertos aspectos que aparecen en las texturas de algunos minerales, en determinados productos sintéticos y en el contenido de anhelados alimentos de alto valor nutricional. En todo caso, pese a los variadísimos significados asociados a la palabra “fibra”, pese a la amplitud de sus usos, pareciera existir un denominador común: fibra tiene que ver con algo que une y que, de cierto modo, resiste. Y tiene que ver, además, con el ámbito de lo sensible.

En el más reciente episodio de La Telaraña, Jurgen Ureña, cineasta y conductor radial, Laura Rojas, física e investigadora, y Melissa Valverde, escritora y artista visual, conversaron, entre otras cosas, sobre esas fibras que conforman los tejidos de nuestros cuerpos, las alfombras y ropajes de nuestros ancestros y los relatos antiguos con los que aún hoy intentamos entendernos en el mundo.

Toda fibra, tal y como mencionó Laura Rojas, es propia de lo interno y posee una característica particularmente distintiva: debido a su elasticidad puede estirarse cuanto sea preciso y, regularmente, recupera su forma sin lastimarse. Melissa Valverde, por su lado, señaló que la vinculación con las fibras implica necesariamente un ejercicio de paciencia, un posicionamiento de respetuoso aplazamiento frente a la contundencia de la naturaleza. Y con todo, más allá de las consideraciones particulares, lo cierto es que las tramas, ya sea en la literatura o en la ciencia o en los textiles, siguen sosteniendo las urdimbres. Justo por eso, como mencionaba Jurgen Ureña, la palabra textil se relaciona etimológicamente con la palabra texto, con entrelazar, con construir y, desde luego, con componer historias.

El físico y escritor iraní Kader Abdolah escribió una novela, El reflejo de las palabras, que ilustra de manera bastante precisa esa vinculación. Un tejedor de alfombras de una lejanísima región de Irán, sordomudo de nacimiento, escribe un diario a partir de una bella y remota escritura cuneiforme. Ismail, su hijo, está exiliado en Holanda y se propone descifrar este documento tras la muerte del padre. En ese ejercicio, no solo descubre una serie de rasgos del padre, sino que, a la vez, reelabora la historia de su país.

Según la novela, en algún momento, con la llegada del invierno, centenares de pájaros se avecinaban desde Rusia hasta las zonas montañosas de Irán: estaban hambrientos y ateridos. Las mujeres de aquellos pueblos olvidados se pasaban todo el día, todo el mes, todo el año, toda su vida, tejiendo y, sin tener nunca ocasión de abandonar la aldea, incorporaban los pájaros al diseño de sus tapices. A partir de los años treinta empezaron a incorporar imágenes de trenes que echaban humo y luego, con el tiempo, incluyeron aviones, fábricas y automóviles.

A fines de los años setenta, con la revolución de los religiosos, todo se estropeó. No hubo más pájaros ni trenes ni aviones ni escrituras cuneiformes. La hermana de Ismail, por ejemplo, terminó presa. Y, según se cuenta, en su cautiverio imaginaba que tejía alfombras, que se sentaba sobre ellas y que salía volando de la cárcel.

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