Algunas cosas hay que decirlas como son: vampiros hay muchos pero solo existió un Conde Drácula y su nombre fue Bela Lugosi.
Si fuéramos un poco menos tajantes podríamos decir que existieron tres Dráculas. El de carne y hueso que le dio nacimiento, Vlad Draculea el Empalador; el literario que le dio fama, acá es donde entra en juego Bram Stoker autor del libro Drácula; y el Conde Drácula en el imaginario colectivo, creado por la magia de las imágenes en movimiento, Bela Lugosi, el hombre que le dio rostro y que se convirtió en el mito.
Aclarada la afirmación, podemos exponerlo nuevamente, de forma más clara: solo existió un Conde Drácula y su nombre fue Bela Lugosi, todo lo previo fue solo un calentamiento para la función real. El tiempo antes de Lugosi es un ensayo, una versión beta para probar la usabilidad, lo que existe luego son ecos, reverberaciones del sonido primordial.
Porque nadie tiene la mano tan larga (solo la igualan “los tentáculos del mal”), los ojos tan hipnóticos, el rictus tan imperturbable, las fauces tan concupiscentes…
Dentro del campo de la ciencia, se cuestiona el antiguo término “persistencia en la retina”. La razón es simple, la retina no es un órgano que por sí mismo pueda retener o tener permanencia (capta variaciones de luz, por simplificarlo), así que la verdadera permanencia la da la mente del observador al procesar las imágenes. Anotada esta pequeña cápsula informativa, y apegados a licencias poéticas, pasamos a la siguiente afirmación categórica: existe un vampiro que quedó grabado en la retina de millones de espectadores a lo largo de casi una centuria, y fue Lugosi.
Era oriundo de Lugoj, Hungría (actualmente Rumania). Y llegó a los Estados Unidos procedente de Alemania, donde se había refugiado perseguido por sus ideas sindicales.
En 1927 logró hacerse con un protagónico en Broadway: Drácula. Durante mucho tiempo fue el conde en el teatro, noche tras noche. “He interpretado a Drácula más de mil veces”, llegó a decir.
Para el año de 1931 los estudios Universal habían encargado a Tod Browning la película y el protagonista iba a ser Lon Chaney. Pero la suerte no estuvo con Chaney y su avanzado cáncer lo alejó de la producción, dejando el lugar a quien no fuera considerado para el papel, a pesar de su expertise.
Así llegó Lugosi para darle al mundo la primera película colosal del género terror.
Acá hay que hacer una segunda cápsula informativa, para aclarar que antes había estado Nosferatu, de Murnau, pero no había adquirido los derechos del libro. Y la viuda de Bram Stoker, Florence, había demandado a la productora. Así que esta sería la primera adaptación oficial (se supone que existe incluso otra versión igualmente al margen de la ley, dos años antes realizada en Hungría por Karoly Lajthay). Así que tal vez no fue el primer Drácula pero si el único que consideró a los armadillos entre su séquito de criaturas de la noche (deliciosa americanización de Transilvania).
Tenemos así, una película que presenta banda sonora solamente en los títulos de entrada, ya que en aquella época se consideraba innecesario por ser un recurso propio de las películas mudas. Lo que sí conservaron del cine silente fue la rigidez de los planos y los escenarios al estilo del teatro; en este último apartado se lucen las escenas de la escalinata y las catacumbas, imagen maestra que resume toda la esencia de vampirismo: lúgubre y monumental, sensual y frío, todo al mismo tiempo.
El trabajo actoral de Lugosi también es memorable, si bien algunos lo han catalogado de altamente histriónico, los manierismos y la teatralidad le confieren ese aire sobrenatural que no se ha podido variar del todo en 100 años. Los mantuvo Christopher Lee en su interpretación de 1958 y se ven, aunque más contenidos, en la de Gary Oldman en 1992 (¡la escena en que lame la navaja!) y si, claramente los utiliza Nicolas Cage en su Renfield de 2023. Esa teatralidad impuesta es necesaria para el personaje, veamos, el Nosferatu de Murnau era un engendro tenebroso, una clara amenaza de la cual debía alejarse cualquier mortal, pero el Drácula que interpretó Lugosi nos desarma con su traje de ópera, nos seduce con su sonrisa y su cabello perfectamente peinado, solo la exageración de sus ademanes nos hace saber claramente que algo está fuera de lugar. Es como estar frente a un psicópata encantador, que hace un esfuerzo por parecer natural pero se delata en algún pequeño detalle. No tenemos en Lugosi una actuación estereotipada, sino que sienta las bases de lo que se volvería un canon.
En su vida personal, poco a poco las tinieblas fueron absorbiendo a Lugosi en la adicción a los opiáceos (lastre de su participación en la guerra, la que iba a acabar con todas las guerras), además que el dinero de la película de Browning había sido en realidad una suma miserable y ahora, ya viejo, sus papeles eran muy limitados. Su vida se fue apagando, aferrada al personaje que marcó su vida.
Fue, no solamente el mejor, sino el único Drácula. Su profunda sombra y exagerados dedos se extienden desde la vigilia para poder penetrar en la oscuridad de las pesadillas. Su teatralidad y su mirada extravagante son el referente para cualquier intérprete que vaya a encarnar al conde vampiro.
El 16 de agosto de 1956 Bela Lugosi (Béla Ferenc Dezső Blaskó) murió de un infarto y fue enterrado con su capa de Conde Drácula. Imaginemos que en la lejanía suena música de Chaikovski (o de Bauhaus, si queremos ser más transgresores y deconstructivos con la cronología), imaginemos también que un vampiro aletea al atardecer hacia el campanario. Porque claro, ese no es el final, todos sabemos que los vampiros no mueren.
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