La Guerra en Vietnam, a diferencia de la Primera o la Segunda, nunca logró convocar masivamente a la ciudadanía en términos de honor y coraje. Y cuando digo honor y coraje me refiero al sentido que tales valores adquirieron en las guerras napoleónicas. Justo por esa razón, a fines de los sesenta, el gobierno estadounidense se vio en la oprobiosa necesidad de reclutar por sorteo a buena parte de los muchachos que se confundirían luego con el napalm y los monzones. 

Tim O'Brien, un joven pacifista de Worthington, Minnesota, fue uno de ellos. Y allí, en el sudeste asiático, se convirtió en escritor. 

Pero, sobre todo, en soldado. 

En alguna oportunidad, O'Brien mencionó que todo fue culpa de su profunda cobardía: no tuvo el valor para desertar, para cruzar la frontera de Canadá y, como tantos otros, salvarse de ir a una guerra tan absurda como atroz. Según decía, le aterraba la posibilidad de que su pueblo, su familia, sus amigos y su país dejara de quererlo. Es decir, fue a la guerra por “amor”. 

Uno de sus personajes, Cacciato, un día decide mandarlo todo al carajo y huye de los campos minados y se dirige a París. Recorre trece mil kilómetros a pie, en barco, en tren y en remotos camiones de carga: Laos, Birmania, India, Afganistán, Irán, Turquía, Grecia... Y, como sucede en El rojo emblema del valor de Stephan Chrane, sus propios compañeros se lanzan a darle presa. Porque en una guerra, cualquiera que sea su naturaleza, quien deserta es peor que quien te embosca.

En la lógica de las multitudes subyace algo especialmente siniestro: en los ámbitos de una aparente asociación comunitaria se instala, en realidad, un mecanismo de secuestro. Podemos estar hablando de la idea de nación o de familia o de Iglesia o de ejército o de barrio, pero lo cierto es que se trata de un rapto socialmente validado. Y como dice Jean Luc Nancy, allí donde hay sociedad se ha perdido la comunidad. 

Cacciato, así, es peor que un enemigo. 

Como los balseros cubanos que se lanzan al mar. 

Como los alemanes del Este que cruzaban el muro.

Como Joel Campbel vestido con la rojinegra o Luis Ronaldo Araya con la del Team. 

Como ese compa de la U que, de repente, “se hizo de derecha”. 

Buena parte del pensamiento occidental ha estado marcado por la idea de una comunidad perdida: desde Rosseau a los hippies de la Secta del Arcoiris, pasando por Hegel, Marx y los Testigos de Jehová. Buena parte de los afanes políticos derivados del pensamiento occidental han estado marcados por la promesa de recuperar esa comunidad perdida. Y buena parte de nuestros rencores y nuestros desencuentros han estado marcados por la imposibilidad de alcanzar esa comunidad perdida. 

Porque nunca hubo ni habrá tal comunidad: ni en los añosos kaqchikeles de las montañas guatemaltecas ni en los futuristas nazis de Alemania. 

La fusión nunca existió. 

Tampoco la unidad. 

La homogeneidad, tanto entre los compas de la U como entre los copartidarios fascistas, fue siempre espectral, fantasmal. 

Y todos, lo asumamos o no, hemos sido desertores. Esa, quizás, es la virtud más grande que tenemos. Es nuestra modesta posibilidad de acceder al coraje y, además, constituye el reconocimiento de que la clave para un sentido de una vida en común (que no es lo mismo que comunidad) es la convivencia: no una relación de lo uno o lo mismo con lo mismo, sino una relación en la que interviene lo otro. Y algo aún más importante: lo otro como cambiante. 

A inicio de año decidí cambiar de trabajo. 

Desde el punto de vista de algunos podría considerarse una deserción. Como lo fue para otros el haber trabajado donde trabajaba. 

Hace dos días, luego de un almuerzo, caminé desde Chepe hasta mi casa en Curridabat. En algún momento decidí sentarme en las banquitas que hay en el bulevard de Los Yoses y me tomé un café. 

Siempre había querido hacerlo. 

Cada vez que pasaba por ahí, ya fuera en un bus o un Uber, agobiado, harto, pensaba en lo mucho que me gustaría sentarme un rato en esas banquitas para leer o simplemente para ver pasar los carros. 

Desertar me lo permitió. 

No se trató, desde luego, de un gran acto de coraje. 

Pero valió la pena.  

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