Mucho tiempo antes de la aparición del homo sapiens, desde hace unos 250 millones de años, las chicharras han conmovido a los seres vivos de nuestro planeta con sus rituales enigmáticos y sus sonidos explosivos.

Después de vivir durante meses o incluso durante años bajo la tierra, sus actos de resucitado nos ofrecen metáforas sobre la capacidad de transformación, la resistencia y las nuevas oportunidades. Sus sinfonías crepusculares, que pueden compararse con un concierto de rock de 115 decibeles, les permiten olvidarse de sí mismas para convertirse en una multitud.

Como nosotros, las chicharras son animales gregarios que están destinados a esperar. Comenta la escritora alemana Andrea Köhler, en un ensayo titulado El tiempo regalado (2012), que “esperamos la llegada del cumpleaños, del día festivo, de la suerte, del resultado del partido y del diagnóstico. Esperamos la llave que abre la cerradura, a que cese el dolor, a que nos encuentre el sueño o se aplaque el viento”.

Cada vez que surgen de las entrañas de la tierra, de una forma que resulta casi milagrosa, las chicharras señalan las tensiones que existen entre actividad y espera, entre presencia y ausencia, que caracterizan a cualquier forma de vida. Como si esto fuera poco, el sonido coral que emiten al salir a la superficie, con sus pausas, ritmos y repeticiones, dibuja un mapa sonoro de los altibajos que conforman nuestra vida cotidiana.

Las chicharras son potentes signos visuales, sonoros y alegóricos. Una pequeña fábrica de preguntas. ¿Por qué se entierran durante tanto tiempo? ¿Por qué emiten su hipnótico mantra? ¿Cómo se sincronizan? ¿Explotan como consecuencia de la amplificación de sus sonidos? Algunas de estas preguntas se abordan en el podcast La Telaraña sobre chicharras, en el que conversan la bióloga Ximena Miranda y el músico Tapado Vargas. Pasen y escuchen.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.