Sí, traté de editar a doña Tatiana; pero, como era de esperarse, ella no se dejó. Y ha sido uno de los mayores privilegios de mi vida haber tratado infructuosamente de editarla.
No puedo decir que haya sido un amigo cercano de doña Tatiana, pero tuvimos contacto suficiente para compartir algunas tertulias con café en su casa de Cedros (a veces en compañía de Evelyn Ugalde) y para tener el chascarrillo editorial que me ocupa en este escrito.
Conocí a Tatiana Lobo en el stand de la Editorial Costa Rica durante una feria internacional del libro. Hicimos conversación y buenas migas, como dicen los españoles. No percibí en ella ni un ápice de la arrogancia con que muchos autores consagrados tratan a los jóvenes; tampoco la vi extrañada cuando le dije que mi libro es de ciencia ficción. En cambio, sí noté rápidamente su impaciencia si uno no estaba bien informado sobre el mundo en que vivimos. “Yo no tengo un ego grande; tengo un ego consolidado, que no es lo mismo”, me dijo, en cierta ocasión.
Animado por Evelyn Ugalde, me aguanté la timidez e invité a doña Tatiana a participar en el proyecto que gestábamos en Clubdelibros en ese entonces: una compilación de cuentos dedicados al Sanatorio Durán. Para mi sorpresa, ella aceptó de inmediato, incluso con entusiasmo, y en cuestión de días me envió un texto basado en su propia experiencia como tallerista durante la vergonzosa y poco conocida etapa del Sanatorio como cárcel para menores de edad.
Leí el relato primero con enorme fascinación. ¡Un cuento inédito de Tatiana Lobo! ¡Escrito para un proyecto que yo estaba dirigiendo! Y como siempre, sacando un trapito sucio de esta idílica Costa Rica: la espiral de abuso y violencia ejercida por las autoridades a cargo del Sanatorio sobre los jóvenes reos y estos a su vez sobre los más pequeños. Porque sí, encerraban juntos a adolescentes y a niños pequeños.
Sin embargo, poco a poco la emoción fue cediendo a la extrañeza y finalmente al escepticismo. ¿Por qué el cuento terminaba así, in media res o, para decirlo en buen tico, a medio palo? No había cierre del arco narrativo, no había nudo, ¡la vara no quedaba en nada!
Jugando de editor experto, escribí a doña Tatiana para expresarle mi gusto por el cuento, pero también para decirle que tenía unas sugerencias. La respuesta de ella fue tajante: no podía cambiarle nada al texto. Aún sin saber en qué me estaba metiendo, insistí: solo quería discutir un posible cambio al final. Y ahora su respuesta fue lapidaria: no podía cambiarle absolutamente nada al texto y si no me gustaba se salía de la compilación.
Alarmado, recurrí a Evelyn Ugalde y contentamos entre los dos a doña Tatiana con el acuerdo de usar el texto tal como estaba. Incluso, la invitamos a un paseo al Sanatorio Durán, junto a otros escritores que también formarían parte del proyecto. Durante esta visita, ella aprovechó un momento en el cual quedamos a solas en una de las decrépitas habitaciones del antiguo hospital, me acorraló en la esquina y me espetó: “Ahora sí, Daniel, ¡decime qué mierda no te gusta del final de mi cuento!” Yo traté de esgrimir mis argumentos, que eran fruto no tanto de alguna deformación filológica, sino más bien de esta necesidad (o necedad) mía de esclarecer las cosas, de concretar estructuras. Entonces, ella me dijo:
Daniel, esa es solo una forma de escribir; hay muchas otras formas de hacerlo y no importa la forma que uno escoja, lo importante es estar seguro de lo que uno está haciendo. Y tenés que confiar en que yo sé lo que estoy haciendo”.
Y me explicó lo que estaba haciendo. Su cuento narraba lo que había sucedido tal cual ella lo recordaba. Por eso no había un arco narrativo como el que yo quería, porque la vida real no los tiene; la vida real es un embrollo. Pero ella tampoco se limitó a teclear la historia, que es lo que muchos hacen: teclean una historia, pero no la escriben. Ella compuso su texto regido por pares opuestos: frío-calor, agresión-ternura, palabra-silencio, tiranía-justicia; y estas dimensiones dan forma a cada pasaje del cuento. Todas sus líneas y párrafos estaban concienzudamente pensados. Y esta es la composición que yo, lo admito, iba a destrozar con mis cambios. Cambios que, por otra parte, jamás habrían sucedido, porque doña Tatiana simplemente no iba a permitirlos.
“¿Cada palabra que usted escribe de verdad ha sido tan calculada como parece?”, le pregunté. “Mirá, Daniel, yo ni pensaba ser escritora; yo lo que quería era contar historias que han estado escondidas en este país”, fue su respuesta. Pero casi de inmediato, me obsequió esta joya:
Tenés que construir una metáfora que abarque todo el texto. Cuando estés escribiendo, no soltés nunca esa metáfora, tenela siempre en la mente. Y así van a ir saliendo las palabras”.
Quizá yo de necio cambiaría “metáfora” por “técnica”, pero estoy seguro de que doña Tatiana aprobaría que yo hiciera mi propia versión de su enseñanza.
“El escritor tiene que saber decir lo mismo de distintas formas”; otra de sus frases en una de esas tertulias de café, donde también me contó la vez en que trataron de arrestarla en el muro de Berlín por haber perdido el salvoconducto y se salvó por obsequiar pastillas para adelgazar a las dos alemanas gigantes que la retenían. Me aconsejó buscar alguna actividad manual para “descargar el cerebro”, según sus propias palabras; le pregunté si armar rompecabezas contaba como actividad manual y ella se atacó de risa, diciendo: “¡Ay, Daniel, claro que no!” Me narró cuando un miembro de cierta familia figurante de la política nacional trató de arrollarla con el automóvil y me habló de cuando el Opus Dei la perseguía.
En fin, hay que tener historias así para ser escritor. Tal vez algún día yo tenga las mías. Por el momento, puedo contar que tiré a Evelyn Ugalde desde un puente en Venecia, aunque seguramente Evelyn va a decir que fue ella la que me tiró a mí.
La pandemia y tal vez alguna polémica suspendieron esas tertulias con Tatiana Lobo. No hubo oportunidad de retomarlas y creo que no las aproveché lo suficiente. Ignoro si seré un buen alumno suyo, pero aquí dejo lo que trató de enseñarme en poco tiempo, lo que trató de enseñarnos con cada cosa que escribió y que yo resumiría de esta forma: no ser miedoso.
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