Mijaíl Serguéievich Gorbachov no era moscovita. Su acento campechano lo delataba. No obstante, la buena fortuna lo acompañó desde joven. Originario de un pequeño pueblo del sur de Rusia, tuvo la suerte de estudiar en una de las mejores universidades de Moscú. También desde joven conoció los horrores del estalinismo (cuando Nikita Jruschov habló por primera vez de los crímenes de Stalin tenía 25 años). Probablemente este hecho marcó su vida política. Por eso, cuando en 1985 fue elegido para el cargo de secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, el máximo cargo político del Estado, el “joven” dirigente tenía claro que la sociedad soviética tenía que exorcizar los fantasmas de su pasado y revelar públicamente todos los horrores de un régimen brutal que había destruido la vida de millones de seres humanos, incluyendo a algunos de los mejores pensadores y escritores de su época.
Además, Gorbachov sabía muy bien que las condiciones de vida del ciudadano soviético medio estaban muy por debajo de lo que la propaganda oficial proclamaba diariamente en la prensa y en “Vremya”, el aburrido y acartonado noticiero que millones de soviéticos veían todas las noches. La cruda realidad era que en la superpotencia que había sorprendido al mundo entero enviando al primer satélite y al primer hombre al espacio escaseaban artículos de primera necesidad como el jabón de baño, el detergente o la pasta de dientes, que la calidad de los escasos productos disponibles era deplorable y que la mayoría de la población vivía hacinada en deprimentes y claustrofóbicos edificios compartiendo baños y cocinas comunales.
Gorbachov estaba convencido de que la Unión Soviética podía transformarse para convertirse en un régimen democrático y que era posible darle un rostro humano al socialismo. Dos décadas atrás, Alexander Dubçek había intentado hacer algo similar en Checoslovaquia, un osado experimento conocido como la “Primavera de Praga” que duró hasta que los tanques del Pacto de Varsovia la aplastaron en agosto de 1968. Por eso, cuando Gorbachov anunció al mundo entero su política de perestroika (reestructuración) y glásnost (transparencia), muchos reaccionaron con escepticismo y con cautela.
Desde sus inicios, la perestroika enfrentó la oposición de los “aparátchiki”, los dirigentes del Partido Comunista que, no sin razón, consideraban que las reformas democráticas de Gorbachov eran una amenaza a su posición privilegiada, así que hicieron todo lo posible por boicotearlas. Además de la oposición de los aparátchiki, la perestroika enfrentó otros obstáculos. Gorbachov subestimó las fuerzas centrífugas que desencadenarían sus reformas. Cuando salieron a la luz miles de archivos que, entre otras cosas, revelaban la enorme escala de las atrocidades cometidas en la época de Stalin o que durante décadas el poder soviético había continuado la política colonialista del Imperio Ruso, en el Cáucaso y el Báltico surgieron movimientos secesionistas que reivindicaban independizarse de la Unión Soviética.
Cuando a finales de los años 80 las reformas económicas no dieron los resultados esperados y las condiciones de vida de la población no mejoraron, los días de Gorbachov como dirigente estaban contados. En agosto de 1991, un grupo de aparátchikis intentaron darle un golpe de Estado para instaurar un régimen como el que había antes de que Gorbachov llegara al poder, pero fracasaron porque la población se opuso abrumadoramente y salió masivamente a las calles a repudiar el golpe. Aunque Gorbachov retornó al poder, las fuerzas separatistas ya habían tomado la iniciativa y la Unión Soviética se disolvió sólo unos meses después.
La Rusia de hoy es una burda caricatura del país que soñó Gorbachov. Cuando, tras la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, los regímenes socialistas de Europa del Este colapsaron uno tras otro y se convirtieron en regímenes democrático-liberales, la reacción de Gorbachov no fue enviar los tanques a aplastarlos, como habían hecho sus antecesores en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en 1968. A diferencia de Putin, Gorbachov creía en el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Su política internacional era casi ingenuamente idealista y optimista.
Desgraciadamente, en un mundo dominado por la posverdad y las fake news, lo que se impone es la demagogia, el populismo y el autoritarismo. La muerte de Gorbachov es también la muerte del último dirigente político ruso que creía que la paz y el bienestar de la humanidad eran más importantes que el patriotismo o los trasnochados sueños imperiales.
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