En Latinoamérica se ha instaurado un modelo económico deshumanizado, en cuyos engranes se pierde su cultura ancestral, su riqueza natural, en fin, la esencia de los pueblos. Y es que, en las sociedades capitalistas, con su libre competencia, como lo apuntaba con acierto Eduardo Galeano, está visto, unos son más libres que otros.

Más grave aún es que la economía del mercado haga metástasis en aspectos estructurales de los Estados, incluyendo a la administración de justicia, en donde —en diferentes grados— se ha instalado lo que el profesor estadounidense Roscoe Pound ha llamado una sporting theory of justice, es decir, un sistema que traslada a los procesos judiciales un modelo propio de las competiciones deportivas, en donde no vence quien tiene razón, sino que tiene razón quien vence. Si consideramos la desigualdad estructural endémica que sufren las sociedades latinoamericanas, una administración de justicia que se asiente sobre tales bases no podría generar algo más que la intensificación de la crisis existente, en donde la criminalización de la pobreza campea sin restricciones.

Específicamente en la materia penal, se evidencia la llamada macdonalización de la justicia, que privilegia la cantidad de asuntos resueltos sobre la calidad de las resoluciones o su impacto en las personas de carne y hueso. A esta situación se suma el irracionalismo legislativo, que se ufana con la promulgación de leyes, no en pocas ocasiones contradictorias o anfibológicas, por lo general tendientes al aumento de las penas y la reducción de garantías de las personas investigadas en un proceso penal, todo esto en un entorno en donde se ejerce constante presión sobre las agencias encargadas de la represión del delito, para que su actuar sea más rígido y violento, con lo que se cae en el espejismo de que esa es la respuesta a todos los problemas sociales.

En este contexto, pese a la existencia de multiplicidad de normas internacionales dirigidas a la protección de todas las personas -no solo aquellas a las que se les atribuye la comisión de un delito- frente a los embates del poder opresivo del Estado, al decir de Galeano, nos encontramos muchas veces ante una mera protección de papel y dignidad de tinta, que en ocasiones se alimenta del desconocimiento o la desidia de los operadores jurídicos, convirtiéndose toda esa normativa en letra muerta.

En tal sentido, es preciso recordar la noción que el alemán Bernd Rüthers acuñó, de los juristas como acróbatas de la interpretación, pues, en efecto, ante la enormidad del entramado normativo aplicable a la resolución de un caso concreto, los jueces y las juezas deberán maniobrar con todos esos insumos, en una empresa que puede resultar inconmensurablemente compleja, habida cuenta de la intrínseca vacuidad del lenguaje.

Si se toma en cuenta que las decisiones judiciales nunca son ideológicamente neutras, pues responden a condicionamientos derivados del entorno político, económico y social imperante, además de la propia formación profesional del decisor- partiendo de un contexto como el reseñado líneas atrás, resulta claro que se presentan condiciones favorables al facilismo en la resolución de asuntos —generalmente a tono con la clave autoritaria impresa desde las agencias generadoras de las políticas criminales imperantes—  en donde la cultura del machote entra en juego para replicar fórmulas de resolución de controversias que se alejan cada vez más de la realidad —afincadas en la abstracción— para recaer en un fetiche de las formas, con la seguridad que la costumbre judicial suele propiciar en sus operarios.

Frente a este sombrío escenario, los jueces y las juezas deben recordar el enorme poder de definición que tienen, pues frente al caos normativo y la multiplicidad de agentes que les presionan para resolver conforme con ciertas políticas criminales, la llave de bóveda se encuentra en el propio diseño procesal penal, cuyo norte —al menos en Costa Rica— no es propiciar la formación de funcionarios cuyo avatar laboral sea el de paladines de la justicia, que entablen una guerra sin cuartel contra la criminalidad, sino el de cancerberos del Estado de derecho y los principios que nutren un modelo represivo con genes liberales. Actuando así, virtualmente cualquier norma, por defectuosa que sea, es susceptible de una lectura respetuosa de los derechos de fundamentales de todas las personas.

De lo contrario, si se continúa creyendo en el paradigma del delincuente como paria social, y en el garantismo como sinónimo de impunidad y alcahuetería con la delincuencia, olvidando que cualquiera puede estar seguro de no cometer un acto ilícito, pero nadie puede estarlo de no ser acusado de la comisión de un delito, se debe estar preparado para transitar el camino hacia el arbitrio desaforado del Estado, cuyos devastadores efectos, se pueden evidenciar abriendo cualquier libro de historia que de cuenta de modelos estatales totalitarios. En nuestras manos está afrontar con valentía los retos del imperante punitivismo populachero —al decir de Zaffaroni— o ser testigos mudos del desmantelamiento de nuestro Estado de Derecho.

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