Desde que Joe Biden confirmó, en abril pasado, el retiro total de las tropas estadounidenses en Afganistán, el Talibán (un ala paramilitar radical del islamismo suní que procura el restablecimiento del Emirato Islámico en ese país) ha avanzado imparable en la captura de sus ciudades más importantes.

Los paramilitares no han esperado la retirada completa del ejército estadounidense —prevista para antes del 20 aniversario de los ataques del 11S— y avanzan sin tregua en la ofensiva. Tras la caída de la capital Kabul en manos de los talibanes este 15 de agosto, el presidente Ashraf Ghani evidenció el colapso del gobierno afgano al abandonar el país, al tiempo que las milicias insurgentes tomaron el palacio presidencial y controlan 30 de las 34 capitales afganas.

La Casa Blanca ha justificado la salida de Afganistán frente a los cuestionamientos de la prensa internacional, que señala la movida estadounidense como un tácito reconocimiento del fracaso de dos décadas de intervención militar (la guerra más larga de su historia) y de miles millones de dólares invertidos, con un saldo aproximado de ciento veinte mil víctimas civiles y otras tantas de cuerpos militares; algo que para la opinión internacional es un claro eco de aquel Saigón de 1975.

Como es usual en los conflictos armados, la población civil ha sido la más afectada en un momento en que la crisis sanitaria del COVID-19 refleja una notoria escalada en el Asia y Europa desde el mes de julio anterior, pero cuyas cifras en Afganistán no dejan de ser dudosas debido al colapso de los sistemas. Sus habitantes huyen aterrados de ciudad a ciudad en busca de refugio, mientras la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) ha estimado en más de 270 000 personas afganas desplazadas desde enero pasado, de las cuales un 80% son mujeres y niños. El agravamiento de la debacle migratoria en Europa es inminente.

Las mujeres han sido evidentemente las más marginadas en este proceso. Con la reinstauración del Talibán en el poder y la imposición de su radicalizada e implacable interpretación de la ley islámica, las mujeres corren el inminente riesgo retroceder en el poco pero significativo avance que alcanzaron desde la invasión de la OTAN y de Estados Unidos en 2001. La educación es una de las áreas que reflejó un notable progreso en la última década según datos de Unesco del año 2020, alcanzando una tasa de alfabetización que rodea el 29% en mujeres y 55% en hombres, frente al 15% y 45% respectivamente para el año 2010.

Bajo el régimen del fundamentalismo talibán una mujer que sale de su casa sin la compañía de un varón o sin cubrir completamente su rostro con el burka se expone a ser apaleada en público. También les está prohibido trabajar, estudiar, asistir a hospitales, ocupar el asiento de acompañante en un taxi, transportarse en bicicleta, utilizar baños públicos, descubrir sus tobillos o su rostro, practicar cualquier deporte o participar del arte en cualquiera de sus manifestaciones, entre muchas otras privaciones más, todo ello ante la amenaza de castigos y ejecuciones públicas.

En 2009 fue aprobada una ley que concedía a los maridos de la etnia minoritaria hazara la potestad de castigar a sus esposas con privación de alimentos si estas no los complacían sexualmente. También en 2009 la reconocida diputada del Parlamento Afgano y activista en pro de los derechos de las mujeres, Malalai Joya, debió ocultarse en la clandestinidad tras recibir amenazas de muerte y de violación luego de ser expulsada de su escaño por criticar la inoperancia del gobierno. Además, levantó la voz por aquellas mujeres que cometieron suicidio como la única vía para escapar de la violación legalizada que se da en los matrimonios a las que son forzadas, la mayoría cuando todavía son menores de 18 años de edad. Sin olvidar el ominoso asesinato de Farkhunda Malikzada en 2015, quien murió al ser linchada y quemada a manos de un grupo de líderes fundamentalistas que la acusaban falsamente de haber quemado un ejemplar del Corán. Junto a ella muchas otras han perdido la vida en la lucha por el reconocimiento de sus libertades, o por el simple hecho de ser mujeres.

Las condiciones políticas y socioculturales de las mujeres afganas empeoran tan rápido como avanzan los talibanes. En un artículo publicado por The Guardian el pasado 10 de agosto una joven periodista afgana de 22 años escribe bajo el anonimato: “Hace dos días hui de mi casa en el Norte de Afganistán por la llegada de los talibanes a mi ciudad… La semana pasada yo era periodista, hoy no puedo tan siquiera escribir a mi nombre ni decir de dónde soy… Sigo huyendo y no hay lugar a salvo para mí… Tengo miedo y no sé qué me pasará… ¿Volveré a casa? ¿Veré de nuevo a mis padres? ¿Dónde iré? … por favor recen por mí.”

El secuestro de dos mujeres activistas en el último mes multiplica el terror hacia los talibanes. Las mujeres temen porque la vuelta del fundamentalismo al poder signifique el fin de las pocas pero sustantivas libertades hasta ahora alcanzadas. Sin duda la sociedad civil se encuentra gravemente amenazada. ¿Qué hará la comunidad internacional frente a esta crisis? ¿Cerrarán los gobiernos sus puertas, una vez más, a quienes huyen de su país en busca de un lugar seguro? De momento, la apertura de un corredor humanitario para el auxilio y la protección de los civiles afganos es una medida urgentísima e inaplazable.

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