Con gran pesar hemos visto en la última semana cómo nuestra pobre infraestructura, nuestra violación sistemática de las normas de construcción y planes reguladores, y nuestra incapacidad de avanzar en adaptarnos a las volátiles condiciones del clima resultan en catástrofes que se podrían evitar completamente o —cuando menos— reducir en su impacto.
Duele ver la pérdida de vidas humanas, de viviendas y de empresas, de producción agropecuaria, y de infraestructura social, logística y productiva que se pudieron evitar.
Recuerdo hace 23 años, cuando me tocó trabajar en apoyo del gobierno y sector productivo de Honduras, durante la emergencia causada por el Huracán Mitch, ver un nivel de destrucción de patrimonio nacional, municipal y privado del que cuesta años, quizás décadas, recuperarse. Y escenas verdaderamente “dantescas”.
¿Cómo olvidar aquel derrumbe de toda una ladera de casas en Tegucigalpa? ¿O cientos de cuerpos humanos, animales y escombros flotando en las desembocaduras de los ríos y en el mar? ¿Cómo olvidar docenas de vehículos, escritorios, colchones y muebles de todo tipo revueltos en el lodazal en que quedó convertido el río Choluteca, a su paso por Tegucigalpa? ¿Cómo olvidar la imagen de los bananales, el aeropuerto, poblaciones enteras y las zonas francas de San Pedro Sula bajo el agua? ¿Cómo olvidar la angustia de miles de personas que lo habían perdido todo y más, pues muchos de sus bienes destruidos aún los debían a entidades financieras y comerciales?
Desde esa experiencia, cada vez que me toca presenciar, o ver a través de diferentes medios, los impactos de las catástrofes naturales que sufrimos en Costa Rica y la región; me queda la sensación de no haber hecho suficiente para minimizar su impacto.
No es que se me haya subido a la cabeza que tengo algún poder especial para detener la fuerza, cada vez más volátil y violenta, de la naturaleza. Es que, de tanto estudiar el tema, entiendo que estamos en una región geológicamente viva en que terremotos recurrentes en Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica; así como erupciones volcánicas de diferente magnitud, fuerza e impacto en esas mismas naciones, son frecuentes con grandes impactos y destrucción.
Si eso no fuera suficiente, estamos expuestos a tormentas tropicales y huracanes del Atlántico y Caribe, así como a los cambios climáticos provocados por el Niño, la Niña y las alteraciones del Domo de Costa Rica en el Pacífico, sin contar arenas del Sahara que los vientos acarrean a nuestras tierras, en medio de largas temporadas lluviosas, seguidas de profundas sequías.
Los impactos por volatilidad del clima están cambiando; hay más fuegos forestales, sequías más prolongadas, olas de frío en cualquier momento; tormentas más grandes, frecuentes, y algunas fuera de temporada; y todo eso conduce a pérdidas de infraestructura y viviendas, destrucción de cosechas, surgimiento de nuevas enfermedades y el regreso de algunas que pensábamos erradicadas —en la región y el mundo— y en muchos casos a grandes migraciones de miles de familias y personas —sobre todo jóvenes— que sienten que en sus naciones no hay oportunidades reales de prosperar y a los que nadie realmente quiere recibir.
No sé si ha vuelto a medir, pero con ayuda del Instituto de Harvard para el Desarrollo Internacional (HIID), se calculó que cada año las naciones de la región perdían entre 1,5 y 2,5% de su patrimonio nacional —público y privado—a los embates de la naturaleza, y eso fue en 1999. Hoy deber ser por lo menos eso y posiblemente más, dada la intensificación y creciente frecuencia de los fenómenos del clima y la naturaleza.
Para terminar el cuento, para enero de 1999 se programó una gran reunión internacional en Estocolmo para coordinar toda la ayuda a Centroamérica después del impacto del huracán Mitch; y estábamos en camino cuando se produjo un gran terremoto en El Salvador que obligó a postergarla. Cuando por fin la reunión se dio; en Madrid, meses después; las tres naciones más afectadas por el huracán y el terremoto entraron en una suerte de competencia por ser el destino principal de ayuda que hizo que el trabajo que habíamos desarrollado INCAE y Harvard para la SICA se quedara en un segundo plano. Y eso fue catastrófico, pues el plan no era solo de manejo de la emergencia y reconstrucción básica; sino que proponía todo un esquema conceptual para transformar la vulnerabilidad de la región a los embates de su —ya entonces volátil—naturaleza.
El esquema planteado, en forma muy resumida, tenía dos pilares sobre los que descansaría la reconstrucción: uno de crecimiento económico vigoroso, con claros mecanismos para transformar la nueva riqueza en progreso social y sostenibilidad ambiental, por medio del crecimiento del empleo y políticas sociales y ambientales proactivas; y otro de nuevos estándares de desempeño en términos de planificación, diseño, construcción y control de las obras de infraestructura logística, productiva y social, de acuerdo a factores de riesgo. Sobre estos pilares se proponían plataformas de políticas, inversiones y estándares para apoyar en su vulnerabilidad a los más pobres, a las micro y pequeñas empresas —formales e informales—, a la producción nacional crítica y exportable, y al desarrollo de pueblos, ciudades e infraestructura pública.
La idea es que si los dos pilares se trabajaban bien, se contaría con mayor resiliencia económica —ahí fue cuando esa palabra entró en mi vocabulario —ante los embates de la naturaleza y la capacidad de mitigar —quizás no eliminar por completo— las pérdidas de patrimonio y los costos directos causados por los fenómenos naturales, al contar con plataformas más robustas en lo social y productivo.
Hay tanto que se puede hacer… De ahí mi frustración.
Esta última semana nos ha tocado ver estos impactos de cerca. La televisión y las redes sociales son implacables en mostrarnos los efectos terribles del clima sobre nuestro país: Turrialba, Talamanca, Matina, Sarapiquí, Guatuso… y eso sin contar los miles de pequeñas inundaciones en diferentes partes de nuestros pueblos y ciudades, los puentes caídos y carreteras destruidas, las cosechas y animales perdidos, que han dejado maltrecha la economía y bienestar de muchos miles de familias en todo el territorio nacional.
Pues bien, acá estamos 23 años después de Mitch, sufriendo como si no hubiéramos aprendido nada de esa y otras experiencias. Creo que ha llegado el momento de hacer varias cosas, como agenda mínima de adaptación a la “nueva” volatilidad del clima:
- Identificar con claridad nuestras vulnerabilidades más sensibles y planear cómo eliminarlas, así sea poco a poco. Recuerdo un reporte de Lanamme, de hace unos años, en que señalaba más de 200 puentes que habían superado su vida útil o habían sido dañados por alguno de tantos golpes que habían recibido con el tiempo. Tampoco es muy difícil ver que viviendas y aún grandes edificaciones están en “zonas de mitigación” de pequeñas y grandes cuencas, esperando el desastre. De esto hemos visto tristes ejemplos en Turrialba, pero sabemos que hay muchos más en Tirrases, Desamparados, Los Anonos… Hay que planificar cómo se mitigará, reducirá, y ojalá; eliminará, la gran mayoría de estas vulnerabilidades. Y no es con puentes Bailey o con muros de contención a base de gaviones, sino con soluciones verdaderas, basadas en buenas prácticas de zonificación.
- Cambiar la forma de construir las viviendas y consolidar los nuevos proyectos multifamiliares que ha venido desarrollando MIVAH. Hace unos años, trabajé para tratar de hacer algo en Upala, después del huracán Otto con un joven profesional llamado Gabriel Arias. En aquel momento conceptualizamos cómo convertir el río Zapote, a su paso por Upala, en un área turística y recreativa. Y luego seguimos soñando y definimos cómo la población urbana en zonas como Alajuelita, Hatillo, La Carpio, Tirrases, y comunidades similares en su vulnerabilidad social, debían desarrollarse en lo que dimos por llamar “comunidades vibrantes de alta densidad”. La idea era que se construyeran viviendas de clase media, en construcción vertical de mediana altura -3 a 5 pisos-, con áreas comerciales en la planta baja, con acceso privilegiado a transporte colectivo; y con una mezcla de tamaños de apartamentos y capacidades de pago, para establecer un estándar de vida superior para las familias que las habitarían. Ahora, con la posible inversión del tren y su eventual conexión con otros sistemas de transporte público, esto tiene más sentido que nunca. También, cuando el desarrollo haya sido en precarios, esta solución permite reducir la huella sobre el terreno y así liberar espacios para instalaciones comunitarias y áreas verdes, que les dé la oportunidad de una vida de mayor calidad.
- Convertir las áreas aledañas de nuestras cuencas, sobre todo las que hoy son urbanas, en zonas de recreo, espacios de ciclovías, canchas deportivas, áreas verdes y, en fin, en espacios comunitarios, que a la vez impidan que se construya en ellos ilegalmente y conviertan estas cuencas en espacios de valor para las comunidades que atraviesan. Yo vivo al lado de una pequeña quebrada y la considero la mejor parte de la propiedad en que resido, pues atrae animales, sobre todo aves, y brinda una belleza excepcional al paisaje. Claro, esto implica que hay que limpiar los cauces de basura y “aguas servidas”, que requiere de muchas inversiones adicionales en plantas de tratamiento y conexiones de drenajes, desagües y cloacas que son un área de claro rezago en el país. Trabajo para las municipalidades en el desarrollo de sus planes reguladores. Reactivación económica de alto multiplicador y oportunidad para alianzas público-privadas para no endeudar más el país.
- Invertir en drenajes, retiros, fortalecimiento de puntos clave de las ciudades, pueblos, y costas. Además, debemos reconocer que la crisis global del clima tendrá impactos inesperados sobre las ciudades existentes y será indispensable invertir en infraestructura que permita manejar bien los extremos climáticos. En la ciudad de Los Ángeles, California; hay unos drenajes descomunales que la atraviesan y que permanecen secos la mayor parte de cada año y, a veces, por años. Pero cuando se dan las ocasionales grandes tormentas, el sistema de drenaje pluvial está listo para lidiar con el volumen de agua que corresponda. Esto es caro, sin duda, pero casi puedo apostar que es mucho menos costoso que pagar año tras año los daños causados por inundaciones, destrucción de viviendas, cierre de empresas y todo lo que un fenómeno climático implica en pérdidas patrimoniales, productivas y sociales, para un pueblo o ciudad. Estas son verdaderas inversiones solidarias, brindando protección a los vulnerables por nuestras malas decisiones del pasado.
- Instrumentar el manejo de todo tipo de desechos. Las cuencas, alcantarilla y lotes vacíos no son cloacas ni basureros. Es indispensable educar a la gente en este respecto, pero además crear los castigos y multas que se requiera para eliminar la nefasta práctica de utilizar las cuencas y alcantarillas de todos los tamaños para semejantes propósitos. Es cierto que históricamente las comunidades se establecían cerca de los ríos, precisamente para aprovechar el agua limpia proveniente de “río arriba” y luego utilizar el mismo río para deshacerse de todos los desechos de la comunidad, “río abajo”. Pero esta lógica ya no puede tolerarse y; sin embargo, año tras año se dan inundaciones evitables porque la acumulación de basura y desechos forma represas que antes de reventar causan inundaciones y, al hacerlo, causan peligrosísimas cabezas de agua que arrasan con todo.
La crisis global del clima es real. Los extremos climáticos se seguirán produciendo y aumentarán cada vez más la vulnerabilidad de toda infraestructura hecha por la humanidad. El planeta no está en riesgo. No importa qué le hagamos nosotros, seguirá girando alrededor del sol hasta que algún fenómeno cósmico lo impida. Más bien, conforme el planeta se adapta a las nuevas condiciones atmosféricas y climáticas, resultantes de la combinación de procesos y cambios naturales y los impactos de la humanidad que los aceleran y profundizan; lo que está en riesgo es nuestra forma y calidad de vida, el futuro de nuestros hijos y nietos, de nuestro patrimonio, recursos productivos e infraestructura.
Es hora incorporar la crisis climática global en todos nuestros procesos, inversiones y prácticas de planificación y construcción. Nuestros gobiernos nacionales y municipales; nuestras comunidades y sectores productivos; nuestras empresas e instituciones y —sí— cada familia, debemos incorporar en nuestra planificación y acciones el concepto de adaptación a las nuevas y cambiantes condiciones que el clima global, regional, nacional y local nos imponen.
Estamos entrando tarde a la era de la adaptación. Ojalá en 23 años, si aún ando por aquí, no tenga que escribir esto otra vez…
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