La apuesta del Partido Republicano para convertir a Donald Trump en su candidato presidencial —sin ser una persona formada en las filas republicanas— en 2016 fue muy arriesgada. Incluso muchas de las decisiones del presidente Trump han sido contrarias a los principios y valores republicanos, como un número cada vez mayor de senadores y congresistas de ese partido lo han expresado. Esto podría costarle al partido, en las elecciones del 3 de noviembre, la Casa Blanca y algunos puestos en ambas cámaras del Congreso.

Sin embargo, el verdadero objetivo republicano no está en el poder ejecutivo, sino en el judicial, para garantizar el control del aparato gubernamental cuando fuera necesario llevar decisiones a instancias judiciales. Y esto parece confirmarse con la designación de Amy Barret como jueza en la Corte Suprema, con 52 votos a favor y 48 en contra.

En el enfoque del Partido Republicano el tener una sólida mayoría conservadora (ahora de seis contra tres liberales) en esa máxima instancia judicial, puede darle más réditos políticos que cuatro años más en la Casa Blanca. Por supuesto, que les gustaría ambas cosas; pero el control del aparato judicial constituye una ganancia a mediano y largo plazo.

El partido aceptó la agenda de Trump, en 2016, a cambio de transformar las instancias judiciales. Y el negocio no fue tan malo, porque en la actual administración el Senado nombró a tres magistrados afines a las ideas republicanas. Así consolidó la citada mayoría.

A esos tres magistrados en el mandato de Trump se suman 163 jueces de distrito y 53 del circuito de apelaciones. Esto sin duda garantiza a un futuro gobierno con un gobernante auténticamente republicano un amplio margen de maniobra.

Pero también con esos nombramientos se revirtió la tendencia de la administración Obama de aumentar el número de jueces negros. El objetivo era buscar un balance que garantizara mejor atención a los asuntos de la población afroamericana.

Donald Trump politizó la justicia, con el propósito de convertirla en un brazo de la Presidencia para impulsar muchos proyectos de corte conservador y de supremacismo blanco. Esa acción no lo importó, porque es su estilo y proyecto político personal, desacreditar la justicia estadounidense.

La pregunta en este momento es qué ocurre si llega un gobierno demócrata. ¿Continuará esa tendencia desde la Casa Blanca o se revertirá la politización de la justicia y se buscará un balance con jueces provenientes de otros sectores de la sociedad? O por el contrario, ¿continuará tal politización y se restará más la independencia al Poder Judicial?

Con la llegada de la jueza Barret a la Corte Suprema, los republicanos confían en lograr la prohibición del aborto y del matrimonio de parejas del mismo sexo, eliminar el denominado Obamacare o Ley de Cuidados de Salud Asequibles, extender la pena de muerte a algunos delitos considerados como amenazas a la estabilidad del país -la tesis de la ley y el orden de Trump- y un debilitamiento de la Corte Suprema.

Esa agenda conservadora y los esfuerzos republicaciones por controlar el Poder Judicial es otro factor que agrava el deterioro de la democracia estadounidense. Ya debilitada por el obsoleto sistema de elecciones presidenciales con la persistencia colegio electoral. Este podía tener sentido en el siglo XIX y la primera mitad de la pasada centuria. Pero no hoy. Ahora debería predominar el voto popular. De forma que el electorado tenga poder de decisión. Así hasta se dejarían de modificar los límites de los distritos electorales para dar ventajas a los candidatos republicanos.

En síntesis, esta cuestión es un factor que incrementa el descrédito de Estados Unidos como líder mundial en distintos campos. ¿Con qué autoridad Washington demandará la separación de poderes y el fortalecimiento de la democracia en otros países, si a lo interno hace todo lo contrario?

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