Recientemente se dio a conocer que en la corriente legislativa avanza el proyecto Ley marco para prevenir y sancionar todas las formas de discriminación, racismo e intolerancia. Como cualquier tema que tenga las palabras “Derechos Humanos” en medio, la discusión no se eximió de argumentos, a favor o en contra, de poco sustento. No pretendo hacer un análisis jurídico o técnico sobre el proyecto o los derechos humanos. Pero considero conveniente plantear que la discusión incorpore un elemento que a menudo está ausente del debate político nacional: los límites al poder estatal y la discrecionalidad del mismo.

La labor legislativa, en cualquier república liberal, representa una de las más complejas e importantes funciones del ámbito político. Es la manera en la que la sociedad plasma las formas de convivencia entre sus miembros, mediante la representación que le concede el ciudadano al legislador. Es decir, es el legislador quien determina las reglas para la relación entre ciudadanos, e igualmente importante, la relación ciudadano-Estado. Esto es de suma relevancia, especialmente cuando se pretende otorgarle poderes al Estado, frente al ciudadano, sus libertades y derechos.

La intención del proyecto es loable si nos quedamos en el título y en los argumentos de quienes lo promueven y defienden. Es más, si hacemos una lista de quienes se han manifestado en contra, hasta ahora y en el ámbito legislativo, uno podría pensar que la intención de muchos de esos legisladores es continuar con la negación de derechos a poblaciones históricamente vulneradas. Lamentablemente es parte de convertir una curul en un show mediático; las denuncias validas que se hagan pierden credibilidad ante la ciudadanía.

Sin embargo, el proyecto pretende otorgarle facultades al Estado para poder castigar, de diferentes formas, a quienes incurrieran en actos discriminatorios, según lo establezca dicha ley. Esto es, sin eufemismos, que el estado determinará las razones por las que puede castigar a personas físicas o jurídicas, aduciendo que ha incurrido en discriminación. La preocupación surge no porque proteger de la discriminación sea lo peligroso, sino porque abre un portillo a la interpretación de quien ostente el poder para la censura y la represión. Y, en ese sentido, dotar al Estado de facultades debe ser un ejercicio responsable.  La discrecionalidad en la función pública, en muchas ocasiones, genera atropellos a los derechos y a las libertades de las personas y por esta razón es necesario evaluar los alcances del proyecto.

De hecho, cuando nos vemos sorprendidos por la llegada de figuras autoritarias como los recientes asensos al poder de nacional-populistas como Bolsonaro, Trump o partidos como Vox, en España, nuestro temor no solo es por su discurso o sus lamentables formas de pensar contra poblaciones históricamente vulneradas, sino que tememos al hecho de que realmente puedan hacerlos efectivos. Es decir, nuestro miedo radica en la posibilidad de que usen el poder que se le ha conferido al Estado contra dichas poblaciones.

Así pues, el ejercicio del legislador de crear leyes debe efectuarse de forma responsable, teniendo en mente siempre que el poder que se le otorgue al Estado, no se le otorga al gobernante de turno, sus ideas e intenciones, sino a la figura del Estado en sí y a quien en algún momento lo dirija. Por lo que también debe de tener en cuenta que las leyes que se aprueben en el congreso de igual forma pueden ser modificadas, según lo consideren conveniente los legisladores de turno. O bien, pueden estar sujetas a la interpretación de los entes que deban administrarla.

De tal modo que, es catastrófico que nos neguemos a discutir un proyecto de tal envergadura, sin abrir el debate sobre si las intenciones de los proponentes coinciden con el espíritu de la ley. Además, de si estos son conscientes de los alcances que pueda tener dicho proyecto. La discusión en democracia es siempre necesaria y es enriquecedora cuando se da en el marco del respeto y la disposición a escuchar los argumentos. Por ejemplo, es válido cuestionar si realmente es conveniente que se cree una nueva entidad administrativa, sujeta a las interpretaciones políticas de quien la integre, para que determine la existencia de conductas discriminatorias, o si, por el contrario, dicha interpretación debe de estar a cargo de un juez, que goza de independencia judicial y cuyo criterio debe de apegarse a la legislación existente. ¿Por qué no debatirlo?

Estos, como muchos otros, son cuestionamientos que no han podido ser abordados porque se ha negado la posibilidad de debatir sin caer en un pleito de poco provecho, marcado por posiciones ideológicas o partidarias y que no trascienden más allá de las redes sociales. La intransigencia de los diputados dificulta la posibilidad de llegar a acuerdos, o bien, disentir en temas sin crear batallas campales. Esto no es sano si queremos avanzar como sociedad, principalmente en temas de derechos humanos, en una sociedad ampliamente conservadora.

Esto no es, ni debe serlo, un intento de negarle derechos a las personas que sufren discriminación, como muchos de los detractores al proyecto han promovido anteriormente en sus discursos. Se trata más bien de un llamado a la apertura del debate y un intento por promover mayor responsabilidad en los legisladores, al momento de la creación de nuevas leyes e instituciones, como se pretende en este caso. Tampoco es una excusa para perpetuar conductas discriminatorias. Lamentablemente no ha habido, en la actual asamblea legislativa, voces con la autoridad moral requerida para que cuestionen el proyecto sin que sus posiciones sean descalificadas porque su trabajo en el congreso se ha basado en una agenda contra los DDHH.

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