Me fascina abordar este tipo de asuntos diciendo primero lo que no es. Por lo tanto, ¿qué no es una editorial, según yo? Una editorial no es una imprenta que diseña e imprime libros, ni es un autor que se inventa un logo editorial para diseñar e imprimir un libro. Soy consciente de que este artículo podría ofender a más de un emprendimiento que se hace llamar editorial, pero que, a mi juicio, no lo es. Además, corro el riesgo de quedar como un anticuado, pero, qué les diré, escucho música clásica en CD con dos viejos equipos de sonido; no será la primera vez.

Las facilidades actuales permiten que cualquier persona que disponga de un teléfono celular y unos mil y resto de dólares pueda publicar un libro. Los tiempos en que publicar era un sueño inalcanzable revestido con cierto misticismo quedaron atrás. Hoy, para bien y para mal, casi cualquiera publica un libro. Y ahora, muy de seguidito, casi cualquiera puede tener una editorial. O eso creen.

Sobre las vicisitudes de la edición de libros, ya he hablado antes. En esta ocasión, deseo enfocarme en el problema de cómo se ha perdido la esencia de lo que es una editorial.

Una verdadera editorial edita contenido, lo cual significa que interviene estéticamente dicho contenido (y no solo el texto escrito, sino también el contenido gráfico, sonoro, audiovisual, incluso informático) para crear objetos artísticos (o llámenles productos artísticos, por si eso de “objetos” les resulta muy academicista).

Construir un rancho con cuatro paredes de cualquier material y un techo de lata no convierte a nadie en arquitecto. De la misma forma, agarrar un texto, ponerle unas tipografías llamativas, acomodarlo y mandarlo a imprimir no convierte a alguien en editor ni convierte a una empresa en editorial. Pero circulan incontables publicaciones donde claramente no hubo ni una buena revisión del texto; mucho menos una edición de contenido.

Una editorial crea una identidad que se expresa estéticamente en sus contenidos y emplea esta identidad como una guía para la escogencia de sus proyectos. Una identidad de marca, pues, para que nos entendamos. Es lo que hace que Seix Barral sea Seix Barral, que Valdemar sea Valdemar o que Marvel sea Marvel (guardando las distancias).

Una editorial selecciona lo que publica y así construye su catálogo; no publica lo que sea por lo que le paguen. Para ello, consolida un proceso de selección que puede ir desde una escogencia a dedo (pero bien hecha) por parte de su director/fundador/editor, hasta un proceso de selección con dictaminadores, certámenes y consejos editoriales, cuando se trata de empresas más grandes.

¿Por qué es importante distinguir las verdaderas editoriales?

Para encontrar las mejores publicaciones.

¿Pero por qué? ¿Para qué?

Bueno, primero, según yo, si uno ama algo, debería darle la dignidad, la importancia y los chineos que merece. Digo, si es verdad que uno lo ama y no es una mera ocurrencia, como adoptar un perro porque dizque ama a los perros, pero tiene al perro sin espacio y mal atendido. Quien ama las motocicletas, tendrá una verdadera motocicleta. Quien solo quiere transporte para entregar comida a domicilio le instala un motor de podadora a una bici para convertirla en bicimoto y sale a la calle, sin regulación ni placa ni responsabilidad alguna (amén del odioso ruido que hacen por todos lados). Muchas autoproclamadas editoriales son el equivalente a que alguien invente un logo y se lo ponga a la bicimoto casera para decir que ya tiene una fábrica de bicimotos.

Si lo anterior resultara demasiado romántico, veamos entonces razones mercadológicas. Seix Barral, Valdemar y Marvel son lo que son por sus identidades y catálogos; no porque publicaron a cualquiera que llegó a pagar para que le publicaran. La identidad crea fidelidad, interés y comunidad. La edición de contenido no solo es una forma de construir la identidad editorial, sino que es uno de los mecanismos de la calidad editorial. Estaremos de acuerdo en que uno espera una justa retribución por el dinero y la confianza que deposita en el apoyo a un artista. Con la lucha que ha representado para los artistas nacionales el abrirse espacios y romper el escepticismo con que suelen ser recibidos, es contraproducente que los lectores (y el Estado) paguen para apoyar a escritores cuyos libros resultan ser unos bodrios.

Aquí he de llamar la atención, con mucho cariño, a más de un colega editor que descuida la edición del contenido. Acepto que las tendencias actuales y razones prácticas muy entendibles permiten y hasta obligan a que el editor sea un hombre orquesta que realiza o coordina la gestión de originales, la diagramación, el diseño, las revisiones y la impresión del libro, así como su venta, distribución y promoción, e incluso los asuntos administrativos, contables y logísticos de la editorial. Hay hasta chistes de cómo el editor acaba siendo el consejero, terapeuta, prestamista, compita de tragos, amante o papá postizo de sus autores. No tengo problema con eso. El problema es cuando ese hombre orquesta descuida o, peor aún, omite una sección entera de la orquesta. Y no cualquiera, sino la más básica, la que diferencia a una verdadera editorial de una mera imprenta con diseñador: la edición de contenido.

Una verdadera editorial efectúa un proceso completo y minucioso de edición y corrección de sus originales y luego una revisión detallada y completa de las pruebas del libro diseñado, antes de imprimir. Estos procesos deben efectuarse con fundamentos editoriales, manuales, normas, ojalá una lupa y dedicando a ello una cantidad razonable de tiempo. En ese sentido, me parece que muchos autores y editores se preocupan más por las fechas de entrega que por el cuidado editorial; pero las fechas pasan y lo que finalmente queda es el libro, con sus virtudes y defectos. Las vicisitudes inmediatas de la publicación tienen importancia solo por un momento; luego, van quedando en el pasado y se borran de la memoria poco a poco, mientras que el libro es el viajero del tiempo que va hacia el futuro.

En suma, que la calidad del producto valga el esfuerzo que se invierte en promocionarlo, así como el dinero que se pide a los lectores y al Estado que paguen por él. En un contexto donde una parte de la gente prefiere pagar quince mil o veinte mil colones por un libro extranjero, en vez de pagar menos de diez mil por un libro nacional, y otra parte prefiere simplemente no pagar nada, los creadores de los libros nacionales no deberían dar motivos que refuercen estas preferencias.

El libro es un negocio, sí; pero por algo hacemos libros y no bicimotos.

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