La expresión islámica “Allahu Akbar” (Alá es el más grande) es sin lugar a duda una de las expresiones más antiguas, difundidas y espiritualmente significativas del islam. Durante siglos fue pronunciada en contextos de oración, agradecimiento, asombro, duelo o celebración, sin embargo, en el imaginario contemporáneo global, esta fórmula ha sido violentamente resignificada. Hoy, para millones de personas dentro y fuera del mundo musulmán, su eco se asocia menos a lo sagrado que a atentados, ejecuciones y actos de terror.
Esta transformación no es consecuencia de la sátira occidental, ni de la crítica secular, ni de la irreverencia artística, sino más bien, el resultado directo de una apropiación sistemática, deliberada y estratégica por parte del terrorismo islamista, esos mismos a los que los musulmanes racionales les llaman “takfiríes” (apóstatas), incurriendo en la mayor profanación de “Allahu Akbar” la cual no proviene del humor incómodo ni del análisis crítico, sino del uso de la violencia como lenguaje político en nombre de Dios, en contravención a los propios principios islámicos. Por esto, la Sura 5:32 dice:
Por esta razón, prescribimos a los Hijos de Israel que quien matara a una persona que no hubiera matado a nadie ni corrompido en la tierra, fuera como si hubiera matado a toda la Humanidad. Y que quien salvara una vida, fuera como si hubiera salvado las vidas de toda la Humanidad. Nuestros enviados vinieron a ellos con las pruebas claras, pero, a pesar de ellas, muchos cometieron excesos en la tierra".
Principio judaico que se encuentra contenido en el Talmud (Tratado de Sanedrín 4:5) y que finalmente es un principio universal. Así, los movimientos yihadistas comprendieron desde hace décadas el poder simbólico del lenguaje religioso. Al gritar “Allahu Akbar” antes, durante o después de perpetrar actos de extrema violencia, no solo asesinan personas, sino que secuestran una fórmula litúrgica y la convierten en una marca sonora del terror y del miedo, el grito deja de ser plegaria y se transforma en firma propagandística.
Este fenómeno no es accidental, sino parte de una estrategia comunicacional precisa, el sacralizar la violencia, presentar el asesinato como acto devocional y transformar lo religioso en herramienta de intimidación psicológica. Cada atentado que instrumentaliza el nombre de Dios erosiona el significado espiritual original y lo reemplaza por miedo, el daño que ocurre no es colateral, es fundamental en el proyecto extremista.
Desde una perspectiva ética, incluso desde muchas interpretaciones islámicas tradicionales, el uso del nombre de Dios para justificar la matanza de civiles constituye una blasfemia en acto, no se trata de una ofensa simbólica o discursiva, sino de una transgresión moral profunda. Por lo tanto, cabe señalarse que:
Si Alá es grande, no necesita explosivos, si es justo, no necesita ejecuciones sumarias y si es soberano, no necesita propaganda armada".
Por lo tanto, el terrorismo degrada lo sagrado, reduciendo lo divino a consigna bélica y lo trascendente a grito tribal. En ese sentido, quienes asesinan en nombre de Dios no protegen la fe, la vacían de significado ético y la convierten en instrumento político.
A esta apropiación del lenguaje religioso se suma una perversión adicional, la confusión deliberada entre crítica legítima y el odio religioso. Estos mismos actores que profanan lo sagrado mediante la violencia son, paradójicamente, quienes denuncian como “islamofobia” cualquier intento de analizar, satirizar o cuestionar esa instrumentalización.
Se produce así un doble movimiento profundamente dañino porque se degrada el lenguaje religioso mediante el terrorismo y se sacraliza esa degradación para blindarla frente a la crítica. Por lo que, el resultado es un chantaje moral que empobrece el debate público. Quien señala el problema es acusado de atacar a una religión, mientras quienes la utilizan para justificar la violencia quedan protegidos por ese mismo escudo retórico.
La sátira religiosa (y secular), por incómoda, irreverente o provocadora que sea no mata personas, no destruye ciudades ni degüella rehenes. La sátira reacciona, no origina. Pone en evidencia una realidad que ya ha sido contaminada por la violencia.
Culpar a la sátira o al análisis crítico por la asociación entre “Allahu Akbar” y el terrorismo es invertir causa y efecto. Esa asociación existe porque fue impuesta a sangre y fuego por grupos extremistas, no porque alguien se atreviera a señalarla o incomodarse frente a ella. Silenciar la crítica no limpia el lenguaje religioso; solo consolida su secuestro.
Cuando instituciones, plataformas, medios o espacios culturales evitan incluso discutir este fenómeno por temor a reacciones violentas, el mensaje es claro, la intimidación funciona, porque genera costos reales. Ese silencio es cómplice porque no protege a los musulmanes comunes, que son a menudo las primeras víctimas del extremismo. Protege a los radicales, al permitirles seguir monopolizando el significado simbólico de expresiones religiosas sin oposición clara y les da burdas excusas a quienes aprovechan cada oportunidad para atacar con consignas islamófobas. Cada renuncia al debate fortalece la narrativa extremista de que la violencia es intocable y que el miedo puede sustituir al argumento.
Defender una expresión religiosa (incluso símbolos religiosos) no implica blindarla de toda crítica, análisis o incluso sátira. Implica, por el contrario, separarla explícitamente del crimen, devolverle su contexto espiritual y denunciar sin ambigüedades a quienes la utilizan como arma.
Señalar que la mayor profanación de “Allahu Akbar” proviene del terrorismo no es un ataque al islam, sino una defensa del sentido, de la dignidad de lo sagrado frente a quienes lo convierten en detonador, no busca debilitar la religión, pero la violencia en cambio sí. El día en que esta distinción pueda hacerse sin miedo, la sátira dejará de ser necesaria como mecanismo de denuncia, mientras, el verdadero sacrilegio seguirá viniendo de quienes matan en nombre de Dios y exigen silencio a la crítica.
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