Tres de mis cuatro abuelos eran de Polonia, pero yo ni hablo el idioma, ni he pisado el país, ni me identifico con su cultura. No siento afinidad alguna hacia su pueblo. Mis hijos no comen pierogis ni kielbasa, ni les inculco ningún sentimiento en particular por Polonia. Si en diez o cien años los polacos se mezclaran con rusos, alemanes y ucranianos hasta disolverse en sus países vecinos, agregando Polonia a la larga lista de naciones extintas, a mí me importaría muy poco.
Evidentemente, no soy polaco, aunque a nadie le importaría si yo insistiera que sí. Lo que sí sería risible es que me autoproclamara como vocero de los intereses de dicho pueblo, acusando a aquéllos cuya identidad y destino sí están ligados a Polonia de ser falsos polacos. Que yo, recién salido de la pubertad, pretendiera educarlos sobre lo que “realmente” significa ser polaco sería bochornoso. Y sin embargo, eso es exactamente lo que hace una señorita de apellido Fink, quien se presenta como la auténtica representante de los intereses del pueblo judío - pueblo que ella ni siquiera reconoce como tal, como si la ironía no fuera ya abrumadora.
Su más reciente pirueta intelectual consiste en tachar al sionismo como antisemita. El chiste se cuenta solo, pero ella lo dice en serio porque, bueno… se leyó un libro. Y su autor (a quien ella llama “ilustre” a pesar de que tiene tanta credibilidad académica como la tiene ella en círculos rabínicos) concluye (y por ende ella también) que el sionismo fue inventado en el siglo XVI por un grupo de antisemitas que nada bueno querían para el pueblo judío. Ergo: sionismo = antisemitismo.
No me corresponde a mí enseñarle la diferencia entre correlación y causalidad, pero sería bueno que alguien lo hiciera para que así entienda que el hecho de que Luciano de Samosata hablara en el siglo II de viajes a la Luna no significa que haya fundado la NASA.
Dice también el “ilustre” autor —y repite su discípula— que fueron esos mismos desalmados quienes primero hablaron de los judíos como un pueblo y no como una religión, y por ende es verdad. Lo dice el libro. Pero yo leí otro libro, escrito un par de milenios antes, que ya describía al Pueblo de Israel como… caray, como un pueblo. Sin duda nuestra rabina domina el hebreo y conoce el significado de la palabra “am”, pero para quien no lo hable, cito a Dara Horn (una mujer que, les aseguro, ha leído un poquito más):
Los judíos somos un grupo tribal, con una historia común, una patria común y una cultura común. En hebreo todo este párrafo es una sola palabra de dos letras: am. Somos Am Israel. El Pueblo de Israel”.
La divinidad de la Biblia es una cuestión de fe, pero su antigüedad no, y menciona “Am Israel” unas 150 veces. No habla de “dat iehudít” (la religión judía) ni mucho menos de “gueza” (raza), porque resulta que el Pueblo de Israel existe como tal siglos antes de que esos conceptos aparecieran siquiera en cualquier lengua moderna. Es obvio que no fueron los “antisemitas del siglo XVI” quienes “inventaron” la idea del pueblo judío — al menos para quien se informa más allá de TikTok y panfletos conspiranoides.
Ahora bien, uno puede insistir en que los incas o los babilonios no eran más que “un grupo religioso” también, pero nadie mínimamente instruido lo tomaría en serio, aunque ambos tenían su propia religión, como es el caso de los judíos. La diferencia es que los primeros dos desaparecieron cuando perdieron su tierra; el tercero mantuvo su identidad en el exilio durante dos mil años, añorando volver a ella. Toda la historia, la cultura, las tradiciones, el calendario y sí, la religión judía giran en torno a ese pedazo de tierra. Insistir que dicho pueblo nada tiene que ver con la tierra de Israel es como intentar separar a Jesús del Cristianismo: como ejercicio dialéctico o teológico puede ser interesante, pero como convicción moral es una tontería.
El hecho es que, cuando los judíos finalmente lograron volver a su tierra, no lo hicieron inspirados en una conspiración antisemita, sino porque siglos de persecuciones, pogromos y expulsiones les dejaron claro que el mundo donde vivían (ese al que Fink quiere devolverlos) les era mortalmente hostil, y su indefensión casi resultó en su aniquilamiento (ESO, señorita Fink, es lo que significa “genocidio”). Sí, el antisemitismo existía muchísimo antes de que los malvados sionistas encendieran la furia del mundo. Hay que ser muy ignorante para insinuar que el odio a los judíos se da como resultado de las barbaridades - algunas reales, la mayoría inventadas - del gobierno israelí, y que si no fuera por éste los judíos vivirían entre flores y beyotas en ese jardín de tolerancia que ha sido siempre el mundo.
El sionismo no es más que eso: la lucha del pueblo judío por tener lo que tienen tantos otros: un país propio. Nadie que haya leído medio capítulo de historia puede, de buena fe, aspirar a devolver a los judíos al exilio y la indefensión. Quien lo haga tiene derecho a opinar y expresarse, pero no como amigo, ni miembro, ni mucho menos vocero del pueblo judío.
En Israel tienen dos días de recuerdo: uno es Iom Hazikarón (el día de los soldados caídos) y otro es Iom HaShoá (el día del Holocausto). El primero les recuerda lo que les ha costado tener un país propio. El segundo, el costo de no tenerlo.
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