El término gentrificación fue acuñado por la socióloga británica Ruth Glass en 1964, cuando observó cómo barrios obreros de Londres se transformaban en zonas exclusivas para personas con mayor poder adquisitivo. En ese proceso, los antiguos habitantes eran desplazados hacia las periferias, y la vida del barrio cambiaba por completo para dar paso a una versión “renovada”. El desplazamiento podía ser directo o indirecto, impulsado por el aumento en los precios de los alquileres, los servicios y la vivienda. También se modificaba la oferta comercial, ya que los negocios comenzaban a adaptarse a productos y servicios pensados para una clase social distinta. En suma, el cambio de habitantes transformaba el uso del espacio, aumentaba la presión sobre los recursos comunitarios y alteraba la identidad de los territorios.

Aunque este fenómeno fue descrito originalmente en contextos urbanos, hoy la gentrificación ha rebasado las ciudades y se extiende a zonas rurales y costeras, especialmente en países donde el turismo es el pilar económico. En Costa Rica, por ejemplo, comunidades campesinas, pesqueras y tradicionales enfrentan un aumento sostenido en los precios del suelo, la transformación de sus territorios y la pérdida del control sobre sus recursos naturales. Este proceso genera un desplazamiento no siempre visible, pero constante, en el que la vida cotidiana se encarece, los modos de subsistencia tradicionales pierden viabilidad y el territorio se reconfigura según los intereses del mercado.

El geógrafo Neil Smith explicó este fenómeno mediante el concepto de “brecha de renta”, es decir, la diferencia entre el valor actual de un espacio y el valor potencial que podría alcanzar si es transformado. Esa brecha atrae inversiones que cambian el uso del suelo y revalorizan el territorio en función del capital, no de la comunidad. David Harvey (2012) amplía esta mirada al señalar que las lógicas mercantilistas del capitalismo reorganizan el espacio para abrir nuevas fronteras de acumulación. De esta forma, no solo las ciudades, sino también el campo y la costa, se convierten en oportunidades de negocio.

La gentrificación, por tanto, ya no puede entenderse como un proceso exclusivamente urbano. Se expresa en dos grandes dimensiones.

La primera, política y económica, está asociada a los procesos de remodernización mediante los cuales se “recuperan” o “revitalizan” territorios que han dejado de ser productivos para el capital. Bajo discursos de progreso, sostenibilidad o competitividad, se promueven proyectos turísticos, inmobiliarios o de infraestructura que reconfiguran los espacios y desplazan a las poblaciones locales.

La segunda, cultural y simbólica, se manifiesta cuando las comunidades pierden la capacidad de decidir sobre su propio territorio. Aunque no siempre se les expulse físicamente, las personas son desplazadas de sus prácticas, costumbres, festividades y modos de trabajo, que terminan adaptándose a las exigencias del turismo, el agronegocio o la industria inmobiliaria. Lo que antes constituía vida comunitaria se transforma en producto, marca o recurso para el mercado.

Nada de esto sería posible sin los Planes de Ordenamiento Territorial (POT), que funcionan como columna vertebral de los procesos de reconfiguración y privatización de los bienes comunes. En teoría, el ordenamiento territorial busca organizar el uso del suelo y mejorar la calidad de vida de sus habitantes; sin embargo, en la práctica, estos instrumentos facilitan la entrada del capital privado y convierten los territorios en espacios exclusivos. Gobiernos locales, instituciones estatales y empresas impulsan proyectos de infraestructura, conservación o seguridad que, bajo el discurso del desarrollo, terminan restringiendo el acceso al territorio y redefiniendo su uso. El POT no solo reorganiza el espacio: también define quién puede vivir ahí y quién queda afuera.

Estas transformaciones provocan que actividades tradicionales como la agricultura o la pesca artesanal pierdan fuerza frente a hoteles, condominios y desarrollos para segundas residencias. En las zonas rurales, tanto de montaña como costeras, la turistificación avanza en beneficio de quienes concentran el poder económico, mientras las comunidades locales enfrentan el encarecimiento del entorno y la pérdida de acceso a sus recursos naturales. En consecuencia, el territorio deja de servir a la vida cotidiana de sus habitantes originarios y pasa a orientarse hacia las demandas del mercado antes que a las necesidades de la población.

No se puede negar que el proceso genera mejoras en infraestructura, empleo temporal y diversificación económica. Pero también excluye a quienes han habitado y cuidado esos espacios por generaciones. La vida cotidiana se vuelve insostenible ante la presión del capital y la pérdida de los bienes comunes. El desarrollo, entonces, resulta incompleto para los pobladores locales, mientras que para quienes lucran con el territorio se presenta como un modelo exitoso.

El debate no debería centrarse en si los territorios deben desarrollarse o no, sino en a quién beneficia ese desarrollo y quién tiene derecho a permanecer en él. Un ordenamiento territorial justo debe garantizar el acceso racional a los recursos de la Tierra y el Mar, el derecho a la vivienda y la protección de los bienes comunes. Cuando la planificación se orienta únicamente hacia la rentabilidad, el territorio deja de ser un espacio para la vida y se convierte en una mercancía.

Si los proyectos impulsados bajo los paradigmas del progreso o la modernización expulsan a los verdaderos anfitriones de las comunidades, entonces no puede hablarse de desarrollo, sino de gentrificación (urbana o rural). Ni el campo ni las costas necesitan ser exclusivos: necesitan ser habitables, equitativos y justos. Las personas no deberían ser excluidas ni de sus tierras ni de sus tradiciones, costumbres o modos de trabajo. De lo contrario, los mismos paradigmas seguirán conduciendo al mismo desenlace: pobreza, desigualdad, precarización y dependencia; un futuro de eterna tristeza, donde las comunidades locales terminan observando su propio territorio desde afuera.

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