Cuando me preguntan que es lo que me resulta más difícil en estos tiempos confusos, convulsos y paradójicos, sin duda respondo que enfrentar tres enormes retos: en primer lugar, luchar contra el sentimiento de desesperanza generado por la acción irresponsable y egoísta de seres humanos que están al origen de tanto conflicto, causando tanta devastación y exterminio y que comprometen la sobrevivencia del planeta y de cada una de sus especies; en segundo lugar, luchar contra el sentimiento de impotencia, el derrotismo y abandono frente a un futuro que se asoma apocalíptico para la humanidad doblemente marcado con todas las amenazas del cambio climático y nuestra incapacidad para transformar nuestros modelos de vida, de producción y de consumo; y, finalmente, luchar contra la pérdida de fe en el Supremo Hacedor, como quiera que sintamos, percibamos o definamos a Dios, sin visiones ortodoxas o excluyentes de las diversas formas de espiritualidad que nos conectan con la belleza de la Creación, de todos y de cada uno de sus componentes y con el Universo policromo y todos sus atractivos misterios.
Cada día, me esfuerzo por ver lo bueno alrededor de nosotros, en nuestros pequeños microcosmos familiares, sociales, laborales, nacionales y mundiales para no abdicar ante ni dejarme encarcelar por el pesimismo y la desidia. El ser humano ha conocido en su historia individual y colectiva periodos de oscurantismo y de luz; la inteligencia y la razón han primado muchas veces sobre el mal. La idea de una comunidad de valores compartidos, más allá de las diferencias reales que existen, ha podido generar siempre movimientos, acciones y tracciones solidarias y fraternas en tiempos difíciles.
El jueves 25 pasado fue una jornada particularmente inspiradora y reconfortante por una serie de eventos que nos recuerdan elevar nuestra mirada hacia los nortes humanitarios, holísticos, planetarios y evitar que perdamos nuestra « estrella polar ». Ruego al lector su indulgencia si me permito compartirles algunos de esos momentos.
Empecé la jornada en una reunión con responsables del Centro Nacional de Alta Tecnología (CENAT) y del Consejo Nacional de Rectores de Universidades Públicas, (CONARE), encuentros que siempre remozan mi entusiasmo y me llenan de orgullo patrio por el conocimiento y los desarrollos que impulsan nuestros Laboratorios en esa sede y en los demás centros de investigación y academias de nuestra universidades públicas. Ya sea que se trate de investigadores en ciencias de la vida, de la salud, del espacio, del océano, de la Tierra, de la computación, de la inteligencia artificial; en bioeconomía y medio ambiente, en ciencia de los materiales e infraestructura; que se trate de, y cada vez más necesario, estudios interdisciplinarios que desde distintos saberes conectan lo que sucede en nuestros cuerpos, en nuestras emociones, en el comportamiento de las especies, de las sociedades, de la tierra, de la atmósfera, en el sistema galáctico y más allá, todo ello se mueve por propósitos loables. Entre ellos encontramos el impulso y avidez de conocimiento pero también por el ímpetu de transformar ese conocimiento en sensibilidad para valorar, respetar y cuidar el acervo natural que nos pertenece y el progreso forjado durante milenios. Ese ímpetu empuja infatigable el deseo constante de mejorar las condiciones de vida de muchas personas y del planeta, entendido éste como un gran ecosistema en el que cada criatura cumple una función esencial y debe encontrar un espacio para su desenvolvimiento seguro. Pocos costarricenses conocen el invaluable trabajo que se realiza en esos crisoles de la investigación y poco se dimensiona el nivel y excelencia de los equipos y de las figuras individuales que con tesón y mística, desde distintas disciplinas, dedican sus esfuerzos a entender fenómenos, identificar proyectos y encontrar soluciones o alternativas que frecuentemente se traducen en tecnologías para responder a diversas necesidades y problemas. Pocos costarricenses conocen los rostros de muchos de esos científicos y científicas nacionales que, dentro y fuera del país, contribuyen al progreso humano cuyos beneficios muchas veces son inadvertidos.
Evidencia de esa convicción la dan no solamente los indicadores de progreso humano a lo largo del recorrido de nuestra especie sobre la Tierra sino los móviles tan diversos que siguen nutriendo el entusiasmo de expertos cada vez más interesados en sumarse a los empeños nacionales, regionales y globales para atender los desafíos cada vez más complejos de nuestros tiempos. Para muestra un botón: ayer tuve también el privilegio de asistir por la tarde a la final del concurso de monólogos científicos, organizada en Costa Rica por la recién creada Red Española-Costarricense de Ciencia y Tecnología, RECIT, para identificar el o la ganadora que por Costa Rica va a presentarse al Certamen Iberoamericano de Monólogos Científicos que cuenta con el apoyo de la UNESCO. Esa Red fue creada bajo el impulso de la Embajada de España y con la complicidad benéfica de las universidades públicas. En tres minutos cada uno de los doce participantes (profesionales en biología, medicina, química, física, educación, agricultura, vulcanología, geografía y política pública, en ingeniería…), con impresionantes credenciales para sus edades, debía hacer gala de su conocimiento pero también de su capacidad de comunicación de proyectos innovadores y vínculos invisibles entre la ciencia, la tecnología y nuestros entornos. Aprendimos muchísimo los que ni siquiera podemos llamarnos neófitos, por ser ajenos a esas ramas y labores. Cada uno y cada una, provenientes de distintas partes del país, nos sorprendió con sus apuestas, su pasión, su compromiso y esas luces de humanismo que irradiaron de sus intervenciones. Allí, desde las ciencias naturales, desde la observación de los insectos, desde el saber tradicional, experimental y tecnológico en el trabajo agropecuario, desde la óptica de la política pública, desde la vocación por la enseñanza, por la geoalfabetización; desde la ética de nuestro comportamiento, desde el servicio que nos prestan las plantas que va más allá de la alimentación, y de los insectos en materia de nutrición, desde el aporte de la ciencia e innovación para construir ciudades inteligentes, todos y todas nos regalaron una generosa dosis de ilusión, esperanza, y profunda convicción en el poder de la ciencia y la tecnología para el bien.
Para cerrar con broche de oro la jornada, tuve al anochecer una velada poética organizada por la Embajada de Italia en Costa Rica y el capítulo costarricense Laudato Sí, que me conectó con mi dimensión espiritual, con la literatura, la poesía y con todas las preocupaciones y aspiraciones anteriores. Se trató de la conmemoración del 800 aniversario del primer texto en italiano vernacular, escrito en el siglo XIII, por San Francisco de Asís: El Canto de las Criaturas. Precisamente ese canto reafirma, entre otras cosas, la visión del santo según la cual el ser humano es una criatura más en el cosmos, no es superior a las demás especies, debe convivir con ellas en plena armonía, maravillarse de los prodigios diarios de la naturaleza, de sus elementos y dar gracias a Dios por esa suerte de perfección planetaria que da sentido de propósito a nuestra vida y nos hace trascender.
El mundo de hoy llama a una revisión integral de nuestras formas de ver la vida, de la forma en que nos interrelacionamos con nuestros entornos. Así como cultivamos el intelecto, como nos aseguramos mediante el trabajo ingresos para atender nuestras necesidades materiales, como cuidamos nuestros equilibrios emocionales, como nos preocupamos por la condición física de nuestro cuerpo, así mismo debemos cultivar la espiritualidad, el respeto del otro, el amor por el conocimiento desde distintas esferas del saber, como lo hacían los renacentistas franceses e italiano pero también árabes y persas. Todo cuenta: nuestra disposición, nuestra espiritualidad y la inteligencia al servicio del bien común; la ciencia, la política pública, el arte…todo debería renovar nuestra mirada sobre el mundo y sobre nosotros mismos.
Sin embargo, por podemos minimizar los insoslayables desafíos de orden general, entre algunos de ellos, hay que reconocer que los beneficios del conocimiento, particularmente de la ciencia y la tecnología, no están al servicio de todos los seres humanos. Persiste para millones de personas la miseria, la exclusión, la marginalidad y la inequidad. La ciencia y la tecnología, por otra parte, no están siempre al servicio del bien, también pueden ser utilizadas de manera perversa y en provecho de pocos. Los retos del siglo XXI son inéditos por su magnitud en muchos casos, por su recurrencia o por su novedad y requieren de amplias plataformas colaborativas para atenderlos. A pesar de dinámicas asociativas hay mucho por hacer. La diplomacia científica por cierto requiere ser tomada en serio por los tomadores de decisión de manera regular. No se puede ignorar el pertinente apoyo que en muchos casos la ciencia y la innovación pueden brindar para la definición de políticas públicas oportunas y el diseño de herramientas y soluciones apropiadas tanto en el plano interno como en el internacional.
Desde otra óptica, el deterioro de la calidad educativa a nivel de escuelas y colegios, y que afecta a las universidades, tanto como deficiencias pedagógicas para atraer a más jóvenes hacia la ciencia, el debilitamiento de espacios de socialización que fortalezcan redes humanas y valores compartidos que contrarresten las tendencias proclives a un excesivo individualismo…son algunos de los fenómenos variopintos sobre los cuales se nos viene alertando con una preocupación alarmante en Costa Rica. La relativa poca inversión en ciencia, innovación y desarrollo puede igualmente frenar el potencial humano.
Adicionalmente, hay una innegable carencia de la comunicación científica que, mediante un lenguaje al alcance de la mayoría de las personas, permita aquilatar el capital humano y los frutos de múltiples esfuerzos. Sólo mediante una buena alfabetización en este campo más seres humanos podrán dimensionar nuevos horizontes de bienestar en el ejercicio de sus aspiraciones y de sus derechos.
Dicho lo anterior, hay muchas razones para creer que siempre podemos hacer más y mejor; que existen muchos seres humanos que no pierden el rumbo, que se comprometen discretos y desconocidos y no se dejan desanimar ante las desalentadoras noticias diarias. Qué refrescante y esperanzador, en medio de tanta noticia desoladora, es tomar consciencia de lo que hacen muchas de nuestras instituciones públicas como las universidades y centros de investigación; muchas colectividades sociales, académicas y científicas; muchos individuos y, sin duda, actores en el sector privado igualmente optimistas y comprometidos con cambios positivos . Dentro de sus círculos de acción colaboran con el bienestar de más personas y derriban algunos de esos obstáculos y egoísmos que nos paralizan. Todos y todas tenemos una responsabilidad compartida desde nuestras competencias personales, sensibilidades, desde nuestro fuero individual, familiar, social y cívico para reconducir nuestras vidas y nuestra sociedad hacia derroteros auspiciosos y esperanzadores.
Nos preguntaba una joven científica en el concurso organizado por la RECIT, al hacer un paralelismo entre los enlaces químicos y las relaciones humanas y al explicarnos la electro negatividad de ciertos elementos de la tabla periódica, si queríamos ser un elemento como el flúor (el más electro negativo porque "jala electrones" (que tienen carga negativa) y se los quita a los demás átomos), o como el cesio, que se encuentra en el otro extremo, y es el que más cede o desprende electrones y por eso es el más electro positivo. Cada cual tendrá su respuesta pero en nuestros intercambios sociales es innegable la importancia de más altas dosis de cargas positivas para seguir adelante. Examinemos pues cómo están esos balances en nosotros mismos y cuánta positividad y luz nos hace falta o podemos aportarla para devolver ilusiones y contribuir, aunque sea un poquito desde nuestros pequeños universos, a forjar ambientes más equilibrados, más seguros y acogedores.
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