En Die Walküre, Richard Wagner nos muestra un mundo donde los dioses imponen su voluntad, los héroes se rebelan, y las valquirias —esas mensajeras del destino— deben elegir entre obedecer al poder o salvar la humanidad que palpita en su conciencia. Es, en el fondo, un espejo perfecto de nuestras democracias latinoamericanas, donde los nuevos Wotan del populismo gobiernan con retórica épica, promesas de redención y una orquesta mediática que nunca deja de tocar.
La trama wagneriana podría fácilmente ambientarse en cualquier república tropical: un dios todopoderoso (léase líder carismático), atrapado en su propia telaraña de pactos y contradicciones; una hija —la valquiria Brünnhilde— que, movida por la compasión, desobedece al patriarca; y un pueblo que, entre el amor, el miedo y la esperanza, termina aplaudiendo el fuego que lo consume. Si esto no es política latinoamericana, que venga Siegfried y me desmienta.
Wotan, símbolo del poder absoluto, quiere preservar el orden, aunque ese orden se base en el engaño, el nepotismo y la conveniencia. Como en Wagner, el poder populista es una ópera donde los discursos sustituyen las partituras: el líder no gobierna, declama; no construye, interpreta; no razona, emociona.
Brünnhilde, en cambio, representa lo que la política latinoamericana ha perdido: la capacidad de desobedecer por ética. Su rebeldía no es un acto de traición, sino de amor; no busca el poder, sino la humanidad. En nuestros escenarios políticos, sin embargo, las Brünnhildes son destituidas, canceladas o convertidas en caricaturas mediáticas. La compasión no cotiza en las encuestas.
Y luego está el pueblo, los mortales del drama. En la ópera, escuchan el rugido de los dioses desde lejos, fascinados por su espectáculo. En nuestras repúblicas, escuchan los jingles electorales y los discursos heroicos con la misma mezcla de fe y resignación. El fuego que rodea a Brünnhilde, ese círculo mágico que Wagner describe con música sublime, podría ser hoy el fuego de la desinformación, la polarización y la pobreza política. Solo un héroe sin miedo —un Sigfrido civil, quizá— podrá atravesarlo. Pero a diferencia de la ópera, en América Latina el telón rara vez baja con redención: el aplauso final suele ser para el verdugo.
Quizás por eso Die Walküre resuena tanto en tiempos de crisis. Wagner, sin proponérselo, escribió el libreto de la política moderna: un drama entre el poder que teme perder su divinidad y los mortales que aún creen en su canto. En cada acto, los dioses se debilitan, los héroes mueren y el fuego crece. Y nosotros, espectadores de este teatro llamado democracia, seguimos sentados, esperando que la orquesta toque algo distinto.
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