Una leyenda puede concebirse como un relato basado en hechos o personajes reales, deformado o magnificado por la fantasía o la admiración, el cual, en algunas ocasiones, podría mantener cierta validez frente a la actualidad.
Por ejemplo, la historia y la arqueología constatan que, en Irán, al sudoeste del mar Caspio, existió en la Edad Media la fortaleza de Alamut (al parecer “nido de águilas” en persa), punto estratégico para el dominio de un valle a una altitud de 2163 m sobre el nivel del mar, de la cual aún se sostienen algunas ruinas.
La leyenda, por su parte, cuenta que aquel bastión fue temido como centro de la Secta de los Asesinos. Umberto Eco, en Historia de las tierras y los lugares legendarios (2013), refiere que esa fortaleza estuvo dirigida por un fiero personaje llamado Hasan-i-Sabbah, que ahí mantenía e incluso criaba desde la infancia a sus acólitos, conocidos como los fedain, por su fanatismo, a quienes utilizaba para cometer asesinatos políticos. Además, apunta Eco que, en inglés, assassination se refiere a la muerte de una figura pública por razones políticas, así como que, con el tiempo, el término acabó aplicándose a cualquier homicida a sueldo, por lo que él lo considera equivalente a «sicario».
Ahora bien, parece que le debemos a los escritos del célebre mercader y viajero italiano, Marco Polo, mediante los cuales dio a conocer en la Europa medieval su visión de las tierras y civilizaciones del Asia Central y China, la discutida versión según la cual «asesino» derivaría de hashish, en el sentido de que aquellos homicidas se caracterizaban, entre otros rasgos, por el consumo de esa droga o hierba; eran, pues, los hashashin.
Algo que no dice Eco en ese texto es que la etimología de «sicario», por su parte, según búsqueda en internet, proviene del término latino sīcārĭus, alusivo a un asesino a sueldo, y está relacionado con la palabra sica, un tipo de daga utilizada para eliminar a los adversarios por los miembros de una secta judía opuesta a la ocupación romana de Judea.
Volviendo al relato de Eco, para algunos escritores árabes y cronista cristianos, Hasan-i-Sabbah, conocido también como El Viejo de la Montaña, seguía un método cruel para fidelizar a sus asesinos: “Los llevaba muy jovencitos (otros dicen que desde que nacían) a lo alto de la fortaleza, y en jardines espléndidos los debilitaba a base de placeres, vino, mujeres y flores, los aturdía con hashish; cuando ya no eran capaces de renunciar al éxtasis perverso de aquel paraíso fingido, los despertaba del sueño, los hacía experimentar por primera vez una vida normal y gris, y les planteaba la alternativa: «Si matas a quien te diga, el paraíso que has abandonado volverá a ser tuyo para siempre; si fracasas, caerás de nuevo en la sordidez». Los jóvenes, aturdidos por la droga, se sacrificaban para sacrificar, asesinos inevitablemente condenados a ser a su vez asesinados.” Y así, nos cuenta don Umberto, se propagó a través de los siglos la leyenda de Alamut, inspirando hasta hoy poemas, novelas y películas.
Según el historiador y periodista británico Peter Watson, en Ideas – Historia intelectual de la humanidad (2005), el poeta latino Ovidio fue uno de los muchos autores de la antigüedad convencidos de que antes había existido una era dorada primigenia, en la que no se daba el conflicto y el rencor. Pero como reafirmando que “para verdades el tiempo”, paleoantropólogos y anatomistas, entre otros, se han encargado de demostrar que prehistóricos huesos de grandes mamíferos fueron, sin lugar a duda, de las primeras armas blancas homicidas; así como, posiblemente con esos mismos fines, se me ocurre pensar, una de las primeras armas de fuego habrá sido entonces algún prehistórico garrotazo con un leño ardiente (mucho antes de la invención de la pólvora y más aun de su aplicación a las armas).
Supongo que la mayoría también querríamos, como Ovidio, que la historia fuese distinta y así mayor la esperanza (que en mi caso tiende al pesimismo, aunque sé que no todo tiempo pasado fue mejor). Que la leyenda que nos ocupa no fuera más que ficción y que, en todo caso, no pasara, sobre todo de las pantallas, donde abunda ataviada desde ignominia hasta un peligroso heroísmo, a ser amargo pan nuestro de cada día. Ciertamente, los sicarios no son solo los gatilleros o sus equivalentes, sino también sus auspiciadores, calculando las arremetidas, escondidos o no en las montañas o donde quiera que se encuentren.
No podía dejar de señalar que, según uno de los cronistas referidos por Eco, Arnaldo de Lübech, citado en el texto medieval Chronica Slavorum (Crónica de los eslavos), estos asesinos eran instruidos en diversas artes e, incluso, “enseñándoles diversas lenguas como el latín, el griego, el árabe y otras”. Esto podría ser invención en la leyenda, pero no está de más reconocernos advertidos desde hace mucho tiempo ya, de que, así como hay que criar y educar con altísima calidad para la empleabilidad (y mantener oportunidades de ocupación y vida dignas), hay que educar y construir sociedad también de ese modo para la convivencia, para la civilidad, para la decencia, para la paz.
Desde la educación primaria, ajustando el contenido y la pedagogía según sea pertinente, conocer sobre aquello que contribuye a la apreciación de la vida ¡Claro! Por ejemplo, resaltando los valores y actitudes que para esa apreciación sugiere el naturalista Alexander F. Skutch –estadounidense de origen y costarricense de corazón– en El ascenso de la vida (1985): imaginación, reflexión, empatía, sensibilidad, humildad, generosidad, gratitud, moderación, desapego, cuidado, superación. Pero también conocer de lo que atenta contra eso, como lo es la naturaleza y dinámicas de la violencia, y hacerlo con visión humanística, integral, para tratar de irla comprendiendo y enfrentándola crítica y eficazmente.
Como lo expresa Edgar Morín, la barbarie del pensamiento está en la simplificación, en la disociación, en la separación, en la racionalización, en detrimento de la complejidad, de los vínculos inseparables y también del sueño y de la poesía. El pensamiento, dice, se ha convertido en un apéndice del cálculo, cuando originalmente el cálculo debía ser un apéndice del pensamiento.
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