Lea esto:
- “En Costa Rica crece la desconfianza hacia los expertos”.
- “Si un experto contradice lo que usted piensa, probablemente está equivocado”.
Las dos frases conviven en la cabeza de mucha gente sin chocar. Y ahí empieza el problema: se lee, pero no se piensa.
El país presume casi plena alfabetización. Es cierto: la mayoría sabe leer. El problema es que no entiende. Las pruebas PISA lo dicen con precisión burocrática: más de la mitad de los estudiantes no logra identificar la idea central en un texto breve. El Estado de la Educación lo repite cada dos años, con ese tono neutro de informe: reconocen palabras, pero no conexiones. Saber leer se volvió una estadística, no una herramienta.
La escuela acostumbra a repetir. A decir lo correcto, no a razonar. Quien pregunta incomoda. Quien memoriza, aprueba. Así se forma un tipo de lector que lee sin desconfianza.
Después llega la adultez y todo se agrava: titulares comprimidos, videos de treinta segundos, debates con subtítulos. Nadie tiene tiempo para procesar nada. El ruido reemplaza la reflexión.
Lo más grave es que ya ni se nota. La gente cree que entiende porque reacciona. Comparte frases, no ideas. Y cuando todo se reduce a emoción, el lenguaje se vuelve decorado.
Este nuevo analfabetismo tiene varias caras:
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- La primera: leer una noticia y suponer causa donde solo hay coincidencia.
- La segunda: creer que si dos cosas ocurren juntas, una explica a la otra.
- La tercera: repetir lo que dice alguien “con autoridad”, sin pedirle una sola prueba.
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Eso pasa todos los días. En los comentarios, en las asambleas, en los chats familiares.
No es una falla de formación, es entrenamiento deficiente. El país educa para rendir exámenes, no para interpretar el mundo. Y las consecuencias no son menores: un votante que no entiende los matices de un discurso vota por el que mejor grita.
El Estado de la Nación lo advierte desde hace años. La brecha entre alfabetización formal y comprensión real se ensancha. Cada vez más conectados, cada vez menos atentos. La información circula, el criterio no.
No hace falta una reforma gigante para empezar a revertirlo. Bastaría con volver a leer en serio. Leer despacio. Contradecir. Dudar. Leer sin multitarea. Leer para pensar, no para coincidir.
Tres ejercicios sencillos: leer un texto largo cada semana; escribir tres frases propias sobre lo que entendió; verificar una afirmación antes de compartirla. Si una parte del país hiciera solo eso, el nivel de conversación pública cambiaría en meses.
Pero no pasa.
Y tal vez no pase.
Porque pensar cansa más que reaccionar.
Porque el sistema no premia la duda.
Porque leer sigue siendo una destreza básica, pero entender se volvió un acto político.
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