El hábitat es un reflejo de nuestra sociedad: cuando deja de protegernos y conectarnos, nos obliga a repensar su diseño.
El miedo es un mecanismo de supervivencia que se activa cuando nos sentimos amenazados. Últimamente, ese miedo parece estar siempre presente, incluso dentro de nuestros hogares: espacios que deberían ofrecernos refugio. Siento que esta ansiedad nace de una creciente sensación de vulnerabilidad ante un planeta en crisis, y frente a desafíos sociales, económicos, ambientales y culturales cada vez más complejos.
Esa crisis se refleja en nuestro hábitat, que lamentablemente está perdiendo su razón de ser: sustentar la vida. Me duele reconocer que habitamos entornos que ya no garantizan el refugio, la protección ni la cohesión comunitaria que necesitamos para prosperar y sobrevivir.
El pasado 6 de octubre se celebró el Día Mundial del Hábitat, bajo el lema “Urban Crisis Response”, recordándonos que la crisis del hábitat es un fenómeno global. Según el Foro Económico Mundial, las ciudades ocupan solo el 2% del territorio terrestre, pero concentran al 50% de la población mundial, consumen el 75% de la energía y generan el 80% de las emisiones de CO₂. Este pequeño porcentaje de tierra tiene un impacto desproporcionado sobre el planeta, lo que nos obliga a cuestionar cómo hemos venido diseñando los lugares donde vivimos.
En Costa Rica, el modelo de desarrollo urbano ya no responde a nuestra realidad. Aumentan los hogares unipersonales y monoparentales, la pirámide poblacional se invierte, y la desigualdad se profundiza. Sin embargo, el hábitat no ha evolucionado en paralelo: sigue siendo el reflejo de una estructura social que ya no existe.
La inseguridad alimenta el aislamiento: vivimos entre muros, rejas y alambre de púas, mientras los espacios públicos se deterioran y se vacían, debilitando los vínculos comunitarios.
A esta tensión se suma la presión económica. Según el ranking de Numbeo Costa Rica tiene el costo de vida más alto de Centroamérica, y según el documento Pensar en Costa Rica, del CFIA, la mayoría de las soluciones habitacionales están dirigidas al 30% de la población con mayores ingresos. Casi la mitad de los hogares (alrededor de 753.000 viviendas) están en mal estado. La clase media queda atrapada en el alquiler, mientras los sectores de menores ingresos enfrentan informalidad y una respuesta estatal insuficiente. Las cuarterías en San José se convierten en una solución forzada para muchas personas.
La gentrificación añade otra capa de exclusión: barrios tradicionales se vacían o se transforman en enclaves inaccesibles, borrando la memoria colectiva y desplazando a las poblaciones más vulnerables. La ciudad se homogeniza y el derecho a habitar se convierte en un privilegio.
Desde el punto de vista ambiental, el panorama tampoco es alentador. Las ciudades son cada vez más vulnerables a inundaciones, olas de calor y deslizamientos. La falta de un transporte público eficiente intensifica la dependencia del vehículo privado y refuerza las desigualdades en el acceso a servicios y oportunidades. La ausencia de infraestructura verde y azul limita la resiliencia urbana, fragmenta el ecosistema y debilita la biodiversidad, exponiéndonos a desastres naturales.
A esto se suma una creciente crisis alimentaria: nuestros suelos están agotados por el uso excesivo de agroquímicos, los monocultivos desplazan la producción local diversa, y la contaminación de ríos y mantos acuíferos amenaza el acceso a agua limpia para consumo humano y agricultura. La pérdida de soberanía alimentaria nos hace depender de cadenas globales frágiles y vulnerables a cualquier disrupción. Así, el hábitat no solo deja de protegernos, sino que también deja de alimentarnos.
En materia de gobernanza, el 49% de los cantones del país carece de un plan regulador, y muchas municipalidades no cuentan con el personal técnico necesario. A esto se suma la ausencia de una planificación urbana a escala regional, lo que dificulta una gestión territorial coherente y articulada. La coordinación entre instituciones es débil y la participación ciudadana, limitada. Como consecuencia, el territorio se desarrolla de manera fragmentada, con un hábitat que no responde plenamente a las necesidades reales de la población y con esfuerzos locales que operan de forma aislada.
El hábitat es el espejo de una sociedad, y el nuestro refleja una profunda crisis de individualismo, abandono y desconexión. Por eso, creo que ha llegado el momento de preguntarnos: ¿Cuánto más podremos sobrevivir así? ¿Es este el hábitat que merecemos? ¿Es este el país que soñamos habitar?
Toda crisis trae consigo una oportunidad. Estas preguntas no buscan alimentar el miedo, sino motivarnos a imaginar y construir espacios que nos incluyan, protejan y reconecten.
A pesar de lo crítico del panorama, existen iniciativas que buscan transformar nuestros entornos en verdaderos refugios de prosperidad. La esperanza está en reconectar con nuestra esencia social y en promover la vida en comunidad. Una comunidad unida es resiliente, próspera y defensora del bien común, capaz de transformar nuestros espacios desde y para la vida en comunidad.
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