Tenemos una justicia que se resiste al cambio. Una que persigue aquel ideal de reivindicación de los derechos lastimados, pero con una perspectiva que no se ha renovado. Se trata de una imagen que retrata al juez o la jueza que resuelve conflictos, pero desde un estrado por encima de aquello sobre lo que decide. Es una justicia que ocupa llenarse los pies con la realidad del suelo, que necesita entender el cambio de los tiempos y las necesidades de quienes habitamos Costa Rica.
La justicia hoy
La justicia que tenemos se caracteriza por el atraso. Es la mora judicial que no ha sido superada y que, hoy en día, implica un circulante total de 718.257 casos. Si bien ha habido una mejoría en los últimos años, está claro que no se ha honrado la deuda con el pueblo costarricense. Se trata de un sistema que ha dejado de lado que la justicia, para ser cumplida, debe ser pronta. El rezago en la reivindicación de los derechos, finalmente, constituye una negación de estos.
El aumento en la judicialización ha conllevado, por ejemplo, a que en la jurisdicción penal, exista un incremento sustancial en la duración promedio de resolución de un caso hasta llegar a juicio, tal cual se hace ver en el Quinto Informe del Estado de la Justicia. Se describe un escenario aciago que repercute negativamente en la impresión ciudadana respecto del Poder Judicial. Ese descontento es una de las caras de la moneda, pero hay otra.
La justicia no es solo lo que los números —desde su frialdad— nos muestran. La otra cara de la moneda la conforman personas que trabajan con mística en los tribunales. No solo algunas de quienes juzgan, también muchas más. Me refiero al personal auxiliar, a policías judiciales, al guarda que llega puntual para que las personas puedan sacar su hoja de delincuencia temprano y busquen un trabajo que le permita aspirar a una mejor calidad de vida. También esos trabajadores y trabajadoras son parte de la justicia que tenemos hoy.
Sin perjuicio de lo anterior, la deuda del Poder Judicial con las demandas ciudadanas ha abierto la posibilidad de exponer al sistema de administración de justicia a varios riesgos, unos que son especialmente peligrosos para los derechos de quienes habitamos en Costa Rica.
La justicia a la que nos arriesgamos
El atraso en la justicia y su denegatoria en ciertos ámbitos, ante todo, decepciona. Se trata de una mezcla de un desencanto estructural que produce frustración —por acudir a los tribunales y no ver resultados cuando son necesarios— e indignidad —por buscar la protección de nuestros derechos y, en su lugar, hallar injusticia—. Se trata de sentimientos ciudadanos que no son desplazados por la buena atención que pueda brindar el guarda de la entrada de los tribunales, ni por la cortesía del auxiliar judicial que comunica alguna actualización judicial.
El anterior es un panorama que da la sensación de fracaso institucional y hace que la ciudadanía pierda la confianza en el Poder Judicial, una que, tal cual consta en el Quinto Informe del Estado de la Justicia, ha continuado debilitándose. De ese modo, existe un amplio sector de la población que desconfía de la administración de justicia, evidenciándose en «…una crítica ciudadana sostenida respecto al funcionamiento del Poder Judicial…» (p. 36).
El escenario de desconfianza ciudadana lleva el estado actual de nuestros tribunales a una serie de amenazas que buscan cambiar la justicia por lo contrario a lo que ella representa. Así, en lugar de procurar la objetividad fiscal, se corre el riesgo de pretender la parcialidad congraciada en una investigación; en vez de velar por la independencia judicial, se asume un peligro en el trato desigual que brinden los tribunales; a costa de lograr la prontitud de la justicia, se vislumbra el posible sacrificio del debido proceso de las demás personas intervinientes. En suma, se anuncia una justicia que, a punta de acomodamiento y parcialización, es una injusticia. Así no puede funcionar un país, no, al menos, la Costa Rica democrática que llevamos décadas defendiendo, pero, entonces, ¿cuál es la justicia que necesitamos?
La justicia que necesitamos
La justicia que necesitamos es, ante todo, una justicia en serio.
No necesitamos una justicia parcializada, diferenciada según sus intervinientes. Eso no sería justicia, sino ajusticiamiento institucionalizado.
La justicia que necesitamos es una con la realidad de quien tiene los pies en la tierra, pero con la fortalecida en principios que le permitan defender a las personas cuyos derechos han sido lastimados y que, en búsqueda de protección, acuden a los tribunales.
Se trata de una justicia real, fuerte e independiente.
Solo una justicia con una clara noción de la realidad podrá resolver con acierto y no con respuestas ilógicas, inviables. Para ello se ocupa que quienes están dentro del Poder Judicial conozcan las necesidades de la gente e implementen decisiones inteligentes para resolver las demandas de la ciudadanía. No es populismo, sino democracia en el significado más sensible de la palabra: un pueblo solo puede construir el destino del país cuando se siente seguro. Es así.
Solo una justicia fuerte podrá ser realmente justa. Cuando se busca la protección, no se acude a alguien más débil. No tiene sentido que quien tenga menos herramientas que yo, sea quien proteja a mis derechos. Eso mismo ocurre con la justicia: solo una institución fuerte podrá hacer frente a las injusticias y erradicarlas. De esa manera, el Poder Judicial debe estar en las condiciones de defender a la ciudadanía, ya fuera del débil ataque del desconocido que busca insultarme de palabra, hasta del ultraje que una institución completa quiera realizar en mi contra.
La cercanía con la realidad y la fortaleza en la defensa de los derechos de las personas ocupan, al menos, de una característica más para que la justicia sea, en efecto, justa: independencia.
La independencia de la justicia es la que permite que esta no sea comprada. Que ni el dinero, ni el miedo, ni las presiones puedan afectar el criterio objetivo de un juez o de una jueza. La independencia no es sinónimo de arbitrariedad. Una persona juzgadora independiente no es aquella “que podría resolver lo que quiera”. No, eso es un error. Una persona juzgadora independiente es aquella que, con los límites que impone la ley, decide con firmeza en favor de los derechos injustamente violados. La independencia es, así, una garantía ciudadana.
La justicia que tenemos, entonces, no es a la que nos arriesgamos, pero tampoco se asemeja a la que necesitamos. No obstante, el contexto actual de nuestro país nos expone a la una o a la otra. Del camino que tomemos dependerá el futuro como nación. ¿Por cuál optaremos?
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