Recuerdo que cuando estaba en el colegio, durante un acto cívico conmemorativo del Día de la Identidad Sarapiqueña, mi profesor de Estudios Sociales nos habló del problema de identificación que muchas personas tenían con el cantón. Me pareció interesante porque, en ese momento, yo era uno de ellos: pensaba que, una vez con profesión, me iría a vivir a la GAM o a algún lugar “mejor”. Con el tiempo, quizás el hecho de vivir fuera de mi cantón me hizo quererlo más: uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde.

Cuando cursaba Metodología de la Investigación, uno de los trabajos me hizo conectar directamente con esa problemática. Debíamos escoger un tema, y seleccioné: ¿Cuáles son los riesgos de una crisis de pertenencia en los jóvenes sarapiqueños? A partir de ahí, empecé a preocuparme más por mi cantón. Comencé a revisar el Índice de Competitividad Nacional (ICN), las sesiones del Concejo Municipal, lo que se discutía en la Comisión por Heredia y cualquier información publicada sobre Sarapiquí en distintos estudios y trabajos.

Mi cantón, a pesar de su inmensa extensión territorial, prácticamente no muestra señales de progreso. Y no me malinterpreten: por progreso no me refiero al modelo impuesto por los países occidentales. Creo que el progreso va mucho más allá de eso.

Durante más de veinte años, Sarapiquí se ha enfrascado en una dinámica peculiar: se arreglan las calles cada vez que hay elecciones (el ICN señala que no se asigna presupuesto suficiente para el mantenimiento regular de la red vial cantonal); los espacios verdes de convivencia —parques o plazas— son cada vez menos públicos o directamente inexistentes (afirmación basada en una percepción general); el cantón no resulta atractivo para invertir ni para desarrollar una pequeña empresa; las oportunidades laborales son escasas; existe una enorme brecha de género y, en general, los empleos disponibles son muy mal remunerados.

La Municipalidad muestra un bajo nivel de avance en la definición de una hoja de ruta digital; el aprovechamiento de la infraestructura tecnológica es mínimo; el acceso a TICs es limitado; la escolaridad, baja; y la transparencia institucional, ínfima. Todo esto, según datos del Índice de Competitividad Nacional 2024.

A pesar de ello —y aquí quiero aprovechar para tirarle flores a muchas personas, excompañeras mías o conocidas gracias a competencias colegiales o escolares—, una generación joven ha logrado hacerse espacio: desde policías, educadores, administradores de empresas, ingenieros civiles, en sistemas, en computación, en electricidad, médicos, arquitectos, hasta futuros grandes empresarios. Y muchas otras cosas “chivísimas” que veo que hacen. Han logrado abrirse camino, y cada vez llegan más lejos.

El cantón tiene atractivos enormes. Podría aprovecharse desde el turismo hasta las zonas francas, pasando por producción agrícola especializada, producción artesanal, espacios de coworking o retiros creativos, energías renovables, comercialización digital y distintos modelos mixtos que combinen actividades. Falta saber aprovecharlo.

Falta mejorar las instituciones de enseñanza, salud y protección de los derechos laborales. Pero, sobre todo, falta que los políticos —los nuevos y los de siempre— dejen de venir a explicarnos los problemas que tenemos en el cantón. Señores: nosotros ya los sabemos. Lo que necesitamos es que nos expliquen, punto por punto, cómo los van a solucionar y, más importante aún, que lo hagan.

No sé si alguien de fuera se va a preocupar por nuestro cantón. Tal vez no sea tan atractivo electoral o económicamente hablando. Pero ojalá que esa generación maravillosa que hoy felicito también se preocupe por aportar su granito de arena para mejorar la tierra que nos vio nacer y crecer.

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