En La Eneida, Virgilio logra una escena tremendamente sugerente: Eneas ha de salir rápido de la ciudad en llamas. Sin embargo, el héroe no quiere emprender la huida sin llevarse lo más importante: toma de la mano a su hijo Ascanio, un niño, y carga a hombros a su padre Anquises.

No creo, en verdad, que exista una mejor representación de lo que debería significar el pacto social en una sociedad que se presume hospitalaria y democrática: un viejo en hombros y un niño de la mano.

El lunes pasado, en La Telaraña, Jurgen Ureña conversó con la escritora Gabriela Larralde y el médico Ricardo Rincón, especialista en geriatría y neurología, acerca de la enfermedad de Parkinson. Hablaron, entre muchas otras cosas, de sus determinaciones físicas, su gestión social y sus representaciones culturales.

Ricardo atiende una enorme cantidad de pacientes con este padecimiento y mencionó que suele pasar inadvertido, ya que es mucho más prevalente en la vejez y es frecuentemente asociado con el proceso ordinario de envejecimiento. Gabriela, que es co-guionista de una película, Ella sabe, en la que aparece madre con enfermad de Parkinson, habló de cómo esta y otras enfermedades suponen un cruce, un atravesamiento del cuerpo y de la propia noción de la identidad.

Tanto Jurgen como Ricardo y Gabriela insistieron en la necesidad de reflexionar sobre la responsabilidad social del cuido y sobre ese proceso, más o menos, natural según el cual los hijos nos convertimos en padres de nuestros padres.

Transitamos por un momento histórico pródigo en poca fe.

Los robots, como ya han observado muchos, se dedican a copiar verdades y gozan del aprecio de las inversiones bursátiles, mientras la mayoría de las personas de carne y hueso van de la precarización a la ruina en cuestión de meses. En un futuro nada lejano, millones humanos envejecidos y empobrecidos no tendrán formas de asegurarse las necesidades materiales más básicas. ¡Y ni se diga simbólicas! Y justo por eso será necesario producir nuevos esquemas de organización social que sean, digamos, más hospitalarios y que le permitan subsistir dignamente a las grandes mayorías, especialmente a esas personas que requieren cuidados particulares.

El Estado, tal y como lo conocemos, ha demostrado ser incapaz de enfrentar desafíos aún menores que esos. Cuando, supuestamente, se decretó la superación del paradigma asistencialista, se instauró, en la práctica, un modelo siniestro que, en buena medida, le devuelve a la ciudadanía la responsabilidad de gestionar diferentes problemáticas sociales. La atención de los pacientes psiquiátricos, los jumas, las personas que padecen enfermedades neurodegenerativas y los viejitos, por ejemplo. Bajo una narrativa florida de humanizar el trato al paciente y evitar la institucionalización, se les clava a las familias la responsabilidad de atender personas que antes eran atendidas por las instituciones del Estado.

EL FMI, el BID, la OCDE, el Banco Mundial y el resto de organismos multilaterales no dejan de mencionarlo. Se habla de la necesidad de fortalecer el cuido. Se habla de la importancia de invertir más en prevención y atención de enfermedades prevalentes.

Y nosotros, la gente común, seguimos como el grillo del cuento de Carlos Salazar Herrera, presos en un rancho en llamas, mientras un indio despechado, desde la playa, contempla indolente la catástrofe y se repite que, de todos modos, ese rancho nunca lo quiso.

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