Hace unos cinco años, en medio de la pandemia, desperté de madrugada y, como de costumbre, puse la radio. Sintonicé, medio al tanteo, alguna emisora de onda corta y de repente sonó La espera”, esa canción de Perales que habla de un hombre que contempla el paso de las estaciones mientras aguarda por su amada.

Pese a que me separaban escasos centímetros del perímetro de mi esposa, pese a que su respiración era tan contundente como fidedigna, pese a que no estaba ni de lejos en el abismamiento ni el desamor, fue devastador imaginar, en la unánime soledad la Covid-19, un mae acabangado, aferrado a la posibilidad de que “en cualquier momento ella llegaría”.

Roland Barthes mencionó alguna vez que la espera es un encantamiento. Y constituye, según dijo, una figura crucial del discurso amoroso. Justo por eso no es casual que el acto de amar a alguien, más que yacer bajo las sábanas y más que contarse las pecas de la espalda, tenga que ver con el ejercicio de esperar una señal milagrosa: una mirada, un beso, una carta, una llamada, un mensaje de WhatsApp, un match de Tinder o un fueguito en el selfie que subimos a Instagram.

La espera o, mejor dicho, el acto de esperar también puede ir más allá del ámbito del flirteo de redes sociales y la industria de los moteles y las residencias furtivas. Puede relacionarse, de hecho, con aspectos evolutivos, religiosos, existenciales, políticos y, por supuesto, éticos.

Se dice, por ejemplo, que hacer esperar es un privilegio de la materia y de los ciclos naturales. Y se dice, además, que es un privilegio de los poderosos: un señor respetable no siente tanta incomodidad cuando el Sinpe no le funciona al primer intento y no le puede pagar, digamos al jardinero o al albañil, como cuando llega a pagar una cuenta en un restaurante caro y la tarjeta no le pasa. En el primer caso, seguramente, el señor piensa: “Bueno, no importa, que se espere, mañana le pago”. En el segundo, suda chayotes y busca el modo de solucionarlo.

Pero, más allá de eso, hay un elemento mucho más relevante: la espera es susceptible de concebirse como un acto de reconocimiento y respeto al otro. Esperar, independientemente de las tragedias de las relaciones sociales de producción, comporta una enseñanza ética. Algo así, de hecho, opinaba Emanuel Lévines.

Como peatón consumado, he pasado una buena cantidad de horas esperando que alguien me lleve. Amigos que me hicieron ride, ubers o buses que me condujeron al brete, a reuniones o donde fuera. Eso explica que lleve siempre conmigo un bulto con algún libro: esperar se vincula con el desplazamiento y la lectura.

Me ha tocado esperar en paradas, muros de casas, esquinas oscuras, casas ajenas, oficinas turbias, cafés, restaurantes, bares, aeropuertos y una vez, incluso, me tocó esperar en un islote de Caño Negro donde había un cocodrilo de longitud considerable.

Esperé por el campeonato de Cartaginés.

Esperé por revoluciones.

Esperé conciertos anhelados.

Esperé fiestas y amaneceres.

Esperé llamadas, noticias, saludos y milagros.

Algunos llegaron, la mayoría no.

Y en esa espera, creo, llegué a ser menos malo de lo que era.

Hoy estoy convencido de que los humanos somos, ante todo, animales que esperamos. O sea, con desamor o no, somos como el personaje de la canción de Perales. Y quizás por eso nunca seremos capaces de entender tópicos tan pomposos como eso de carpe diem.

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