Dedicado con mucho cariño a Daniel González, el más breteador de mis amigos.
Recientemente volvió a circular la noticia nada nueva de que Costa Rica está entre los países de la OCDE con más horas de trabajo anuales por persona. Y de nuevo, a Costa Rica la acompañan varios países de América Latina en esos primeros lugares, mientras que, al otro lado del espectro, vuelven a colocarse Alemania y los países nórdicos entre aquellos donde se trabaja menos horas. Puede haber muchas razones para estos resultados, así como estudios e hipótesis que traten de explicarlos o refutarlos. Se habla de la maestría de los alemanes para ordenar y planificar, de las técnicas de producción más avanzadas en los países desarrollados y, en cambio, el desparpajo de los latinos. En el caso específico de Costa Rica, hay una razón que tiene que ver con su mitología.
Dos grandes mitos de la sociedad costarricense han quedado instituidos en la letra de nuestro himno nacional: el trabajo y la paz. No digo mitos como sinónimo de mentiras, sino como narrativas de nuestra identidad, nuestra épica y nuestros valores heroicos.
A falta de ejército y conflictos bélicos, la épica nacional se ha construido en torno al trabajo. Basta ver nuestra abundante literatura sobre los conflictos con las bananeras y la tierra (las historias de “campesinos con calor”, como dijo cierta colega y muy querida amiga escritora de ciencia ficción); narrativas que bien podrían ser el equivalente nacional del western estadounidense y la gauchesca.
Qué llamativo que la otra cara de Marte, el dios de la guerra, fuera la de patrón de los agricultores, el benefactor de la siembra y la cosecha, de los animales utilizados en el campo, más como un san Isidro Labrador. En Costa Rica, los atributos viriles del guerrero se trasladan al agricultor y, por extensión, a cualquier trabajador de la tierra, la construcción y la industria. Y así como en esta pacifista y casi idílica sociedad tica se esconde una violencia no reconocida, el trabajador tico alberga a un guerrero.
El trabajador costarricense es un héroe; pero, para ser reconocido como tal, tiene que transitar por un camino de sacrificios mayormente vinculados con el esfuerzo y el desgaste físico. En la concepción del trabajo de muchos compatriotas, quien no haya trabajado en el campo, “no sabe lo que es trabajar”. Si no es agricultor propiamente dicho, que al menos haya chapeado un terreno, que haya cargado sacos o, como mínimo, que haya cogido café en vacaciones. Si no, no ha trabajado. Y si no ha trabajado en la tierra, el hombre tiene que haber hecho sus méritos en la construcción, como estibador, en la mecánica o, al parecer, en cualquier ocupación que tenga un significativo componente físico.
No suele asociarse el trabajo duro con las labores de oficina, sean administrativas, intelectuales, creativas, de toma de decisiones e incluso labores técnicas que puedan hacerse en una silla. Porque, sí, aunque suene absurdo, pareciera que trabajar sentado no es trabajar (como si dos terceras partes del día en una silla fuera algo tan bondadoso para el cuerpo y la mente).
En esta mitología, ¿cómo, entonces, puede ganarse sus laureles quien no trabaje necesariamente con el sacrificio del cuerpo? Muy sencillo: trabajando más, mucho más. Deberá hacer horas extra (ojalá no pagadas, para que el sacrificio sea mayor), deberá tener dos o tres trabajos, deberá hacer camaroncillos en el tiempo libre, deberá correr y sudar, deberá tener estrés y aguantárselo, deberá tener deudas, pensiones y enredos; deberá trabajar de noche, llegar tarde, dormir extenuado, salir de madrugada, trabajar en fines de semana, feriados, vacaciones; deberá trabajar cuando nadie más trabaje. Deberá trabajar y trabajar y trabajar.
¿Y cómo se ganan las mujeres el derecho de decir que trabajan? Como siempre, tienen todo en contra. Si no pueden o no quieren o no las dejan desempeñarse en la misma medida que los hombres en los trabajos altamente físicos, tienen el más digno, femenino y desde luego sacrificado de los bretes: el hogar. El oficio por antonomasia. Porque los trabajos “de silla”, si no son trabajo de verdad ni cuando los hace un hombre, mucho menos cuando los hace una mujer. Con las labores del hogar y el cuido de otros, las mujeres no solo ganan el derecho de decir que trabajan, sino también el de decir que son mujeres. Cuanta más gente sea a la que tengan que cuidar, lavar, cocinar y limpiar, cuantos más papeles del Seguro, filas en la Caja, güilas torteros y maridos patanes, mejor. Por eso, las mujeres de hoy siempre van a estar por debajo de las señoras de antes. Una mujer soltera de cierta edad, sin hijos y con trabajo de silla, ni trabaja ni es mujer; fijo es lesbiana. Y si paga por la limpieza, peor todavía; tiene un lugar en el infierno por vaga.
Unos peldaños por debajo del oficio de casa está el trabajo de secretaria; no es tan heroico como el del ama de casa y, como sea, es otra consecuencia de esa majadería feminista de querer trabajar. Pero tiene la misma noble función de ahorrar al hombre las tareas menos viriles (porque el hombre que realice labores de secretaria es gay, sin lugar a dudas). Si el trabajo del ama de casa es El Oficio, el de la secretaria es El Oficio de la Oficina y su dignidad está en proporción directa a la magnitud del sacrificio que implique a la secretaria.
Desde luego, ya sé cuál es la objeción que más de un lector querrá hacerme: mucha gente no trabaja de forma extenuante porque quiera, sino porque no le queda de otra. Pero ese no es el punto de esta reflexión; el punto es que mucha gente, además de hacerlo porque no le queda de otra, también lo hace porque ha comprado esta mitología que se vende con mucha eficacia desde sectores empresariales, religiosos y políticos. Sectores que son culpables en gran medida por crear las condiciones que obligan a la gente a trabajar más, en peores condiciones y por una retribución menor. Y a la larga, muchos orgullosos trabajadores ya no logran ver cuando sí tienen otras salidas. O se niegan a ellas cuando logran verlas. Incluso, atacan a aquellos que defienden sus derechos, los propios y los de otros, porque temen al paisaje de incertidumbre que se abriría con un cambio del statu quo. No solo temen perder el trabajo como medio de subsistencia, sino también como su motivo de orgullo.
Sí, el orgullo (y el consuelo) del empleado que no tiene el dinero de su patrón, pero trabaja más que este; del ama de casa que no puede realizarse como otras mujeres, pero trabaja más que estas. De los mismos creadores de Pobre, pero honrado, nos llega Pobre, pero digno, porque lo poquito que tiene (así, con ese diminutivo que es todo un tropo de esta narrativa) lo ha ganado trabajando más que otros.
No importa cuántos chistes haya sobre la vagancia; el tico promedio es breteador y esos chistes existen justamente porque el ocio es mal visto. Cualquier intento de aliviar la carga del trabajador es alcahuetería, vagancia y comunismo.
Estamos de acuerdo en que hay trabajos que, por su naturaleza, son duros sí o sí; hay altos objetivos que solo se alcanzan con enorme sacrificio y carreras que solo pueden construirse con disciplina y constancia. También estamos de acuerdo en que hay gente bien inútil. Pero una cosa es que un trabajo sea objetiva e ineludiblemente duro y otra cosa es que lo hagamos más duro sin necesidad, casi con afán de castigar al trabajador… o de castigarnos a nosotros mismos.
Es aquí donde tendremos que diferenciar entre lo que suele llamarse “vagancia” y lo que realmente es la búsqueda de maneras más eficaces de realizar el trabajo. Ya de por sí la vagancia es un concepto altamente cuestionable que se basa en la satanización del ocio y que está impregnado de machismo y orgullo de trabajador oprimido.
Se le dice vago al que protege su integridad y sus derechos, al que insiste en estudiar primero y trabajar después, al que busca formas novedosas e incluso disruptivas de hacer el trabajo, al que prefiere planear antes de ejecutar. Se le dice vago al que trabaja en una silla. Se le dice vago y afeminado al que cuida su espalda y sus manos. Se le dice vaga y poco mujer a la que no cocina, aunque tenga una carrera profesional. Se le dice vago al artista. Se le dice vago a cualquiera que saque tiempo para pensar y reflexionar. Se le dice vago al defensor de los mismos trabajadores que le dicen vago. El vago es un traidor a la patria, un objetor de conciencia que se niega a tomar las armas, un cobarde.
A muchos líderes y patrones les sirve tener una legión de trabajadores que apenas logren subsistir y no tengan tiempo para el ocio, pues, ¿qué es el ocio? Primero digamos lo que no es: el ocio no es echarse en el sillón a ver fútbol o pasar canales; eso ya lo hacen muchos de los trabajadores cuando llegan extenuados a sus casas y no tienen energías para nada más. Tampoco es tomar guaro o ver telenovelas o ver el último concurso de Teletica; eso todo el mundo lo hace. El ocio es realmente la oportunidad de atender otras actividades no ligadas a la supervivencia ni al mero descanso. El ocio es cultivar el cuerpo y la mente, es jugar y crear, es informarse e informar a otros, es pensar en las cosas que están más allá de las necesidades inmediatas. El ocio es peligrosísimo para el statu quo, porque da espacio a que la gente reflexione sobre su situación.
Por lo tanto, que quede claro: no promuevo la vagancia; promuevo el ocio.
Si eliminamos los sentidos machistas y opresivos del término “vagancia” y dejamos solo aquellos que objetivamente significan una pérdida en la eficiencia y la eficacia del trabajo, la palabra queda prácticamente vacía, porque no son la comodidad, el descanso, el ocio o los derechos laborales los que perjudican al trabajo, sino la irresponsabilidad, la negligencia, la falta de preparación y las condiciones adversas.
En más de uno de esos países con menos horas de trabajo se ha probado que laborar en mejores condiciones físicas y anímicas, así como emplear técnicas más modernas que ahorren tiempo y faciliten las tareas, conlleva un aumento en la productividad, en el éxito de las empresas y en la lealtad de sus talentos humanos. Ni hablemos de los beneficios de tener una población “ociosa”, es decir, instruida, creativa, preparada, con tiempo, salud y recursos para desarrollar todo tipo de proyectos personales (uno de los mejores ejemplos de esto último es el turismo cultural, tan desarrollado en otros lugares y tan menospreciado aquí, porque, recordemos, los artistas somos una sarta de vagos).
Pero, mientras escribo esto y mientras Chile, Colombia y México, los países que acompañan a Costa Rica en la punta de la mayor cantidad de horas de trabajo, toman medidas para reducir esas cantidades, aquí acaba de ser aprobado en primer debate el proyecto de las jornadas 4 x 3. Y mientras escribo esto, no saben cuánto deseo que la Sala Constitucional se lo traiga abajo. Este proyecto va a legalizar el tiempo extraordinario no pagado al que ya mismo muchos patrones obligan a sus trabajadores. ¿Cómo alguien puede ser tan ingenuo para no ver esto?
No soy frenteamplista ni chancleto ni epíteto alguno que quieran encaramarme en ese sentido. Mis convicciones políticas nunca han sido particularmente fuertes ni claras. Lo que soy en realidad es pesimista. Soy pesimista en cuanto a la voluntad de muchos empresarios; soy pesimista sobre qué va a suceder cuando el trabajador llegue a las doce horas o al término del cuarto día y su patrón necesite que trabaje más. Si hay patrones que garrotean a sus empleados (no me he olvidado de vos, tienda SyR), ¿cómo no va a haber los que, gracias a este proyecto, abusen de ellos más de lo que ya lo hacen?
Y los trabajadores, aunque sufran, van a sentir orgullo, porque están ganando el derecho de decir que bretean. Van a ser héroes. Y van a sentir culpa si se quejan.
Recuerdo otra anécdota que me dejó la inolvidable Tatiana Lobo. Hace algunos años, estuve incapacitado durante semanas por un problema en una rodilla. Me dieron estrictas indicaciones de permanecer en reposo y levantarme de la cama únicamente para ir al baño o preparar mi comida. En esas inesperadas vacaciones, dormí hasta sentir que ya nada podía darme sueño, leí varios libros, vi toda Breaking Bad, escribí las bases de lo que terminó convirtiéndose en una novela y me di gusto con uno de mis mayores placeres: escuchar música durante horas con atención prácticamente meditativa. Disfruté aquellos días más que las propias vacaciones, porque uno se siente culpable en vacaciones si no busca qué hacer. Tiempo después, al hablar de todo esto a doña Tatiana, ella respondió:
¡Pero claro que lo disfrutaste! Si tenías permiso de la sociedad para estar ocioso. En vez de estar deseando recuperarte, en vez de estar deseando que nunca te hubiera pasado eso, estabas feliz de haber perdido tu salud”.
Trabajé por años en una empresa donde no se pagaba el tiempo extra. Con la farsa de que ganábamos por comisiones y que el tiempo extraordinario se reflejaría en el pago de estas, trabajábamos en las noches, sábados, domingos y feriados, sin reconocimiento alguno por este tiempo. En la realidad, el cálculo de las tales comisiones era totalmente desfavorable para el empleado; fueron muy pocas las veces en que gané más de mi salario base y en cambio muchas en que trabajé horas extra no pagadas. Horas que, a menudo, podrían haberse evitado con mejores condiciones laborales, planeación y capacitación.
Pero yo también, en ese momento, sentía orgullo.
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