El comunismo es algo muy personal para mí. El comunismo me hirió, destruyó todo a mi alrededor y arruinó muchas vidas de muchas personas queridas. El comunismo que manchó mi infancia hoy sigue envenenando los pensamientos de millones. Sé que muchos sufrieron mucho más bajo sus botas ensangrentadas que yo, y lo desprecio aún más por eso. 

Esta es una historia de cómo descubrí que la utopía había caído del poder, así como una advertencia para el futuro.

Cuando hablo de comunismo en este artículo, no me refiero a la socialdemocracia, ya que a veces el término socialismo se usa de manera inapropiada. Quiero dejar claro que me refiero al extremismo, y esta es la razón por la que uso el término comunismo.

Tenía 9 años cuando todo mi mundo se derrumbó en un hermoso día de invierno, en una jornada que generalmente era alegre para las familias de esa parte del mundo. Aquel era el día en que toda la familia se reunía para matar al cerdo de Navidad. Todos estábamos matando cerdos en Rumania ilegalmente para tener qué comer durante el año en un momento de hambre profunda y pobreza.  Tener cerdos era ilegal ya que todo pertenecía al colectivo. Todos dábamos todo lo que teníamos, incluido nuestro trabajo, al colectivo y, en teoría, recibiríamos un retorno justo por nuestra contribución, ideal en pensamiento, lo sé, profundamente defectuoso en la práctica, por supuesto.  No podíamos poseer mucho más que un par de gallinas, un pequeño jardín y la ropa que usábamos, todo lo demás estaba fuera de nuestro alcance, escondido dentro de los bolsillos profundos del colectivo comunista.  Así las cosas, tener cerdos, era un escándalo.  Pero la mayoría de nosotros en el campo criábamos cerdos y, como todos lo hacíamos, los vecinos no nos delatábamos unos a otros en una especie de acuerdo tácito entre los aldeanos. 

Esto fue como una reunión masiva de millones, preparándose para una Navidad que resultó ser nuestra primera oficial después de que la utopía cayera del poder. No se nos permitía celebrarla oficialmente durante la época comunista, ya que se suponía que todos vivíamos en un país de las maravillas post-religioso, post-capitalista, post-todo, cualquier sistema de creencias que no fuera la adoración al partido y su líder estaba fuera de la ley. Sin embargo, todos los que conocían la Navidad la celebraban. La Navidad fue más fuerte que el comunismo. Era una forma de resistencia, celebrar cosas prohibidas, ocultas durante décadas.  Papá Noel no nos visitó, se llamaba Padre Congelado, un tipo de Colacho digamos, pero todos sabíamos que era Papá Noel solo que con otro nombre. El comunismo era artificial, impuesto sobre nosotros por individuos codiciosos, pero la Navidad resistió, no necesariamente como un evento religioso, sino como un símbolo de optimismo, alegría y compasión. 

Ese día de diciembre, el comunismo murió para mí. Un par de días después fui testigo de cómo mi segundo padre y mi segunda madre estaban siendo asesinados en vivo vía televisión por matones. Para contextualizar, a los niños se nos enseñó que teníamos a nuestra madre y a nuestro padre que nos criaron, pero también teníamos a los líderes del partido como nuestro segundo grupo de padres, cuidándonos, protegiéndonos de todo tipo de peligros provocados por la amenaza del imperialismo, lo que sea que eso significara.  A cambio, les debíamos la lealtad, el amor y el afecto que teníamos para nuestros padres.

Todo mi sistema de creencias se basó en nada más que engaños, una especie de magia negra alimentada durante décadas, una cucharada a la vez.

Recuerdo los eventos de esos pocos días de invierno más claramente que tantos otros días en mi vida. Se quedaron con nosotros, los millones de hijos del comunismo, para siempre. 

Crecí en una familia profundamente comunista. Mis padres venían de siervos o campesinos descalzos, y pudieron ir a la escuela, obtener un título y construir una vida de clase media, gracias al comunismo, al menos así es como lo veían. Entonces, aceptaron todo el engaño y, por supuesto, nosotros los niños también lo hicimos.  La ironía de todo esto es que, aunque soy una anticomunista convencida y ya no creo en nada que prometa una utopía, mis padres son tan comunistas como siempre, incluso ahora, décadas después de que la utopía cayera del poder. 

No se nos permitía salir del país para que no viéramos que todo era mentira. Nos mostraban clips de películas de David Copperfield para decirnos que esto era Gran Bretaña, niños desnutridos desesperados por encontrar su próxima comida. Mis padres, tal vez, vivían un poco, un poquito mejor que los millones de personas obligados a hacer filas interminables durante horas para obtener su pan racionado, carne de soja y, a veces, leche y otros productos, y renunciaron al juicio, se convirtieron en sujetos permanentes de engaño, temerosos de perder lo poco que tenían, tal vez. De lo contrario, no comprendo cómo aceptaron las injusticias que deben haber presenciado a su alrededor día tras día.  Por otro lado, hacemos lo mismo hoy en día. ¿Cuántas veces miramos para el otro lado, temerosos de perder lo que tenemos? No creo que seamos tan diferentes ahora a las generaciones que nos precedieron.

Los comunistas destruyeron mi país; destruyeron una Europa oriental ya devastada. Mataron a millones, nos quitaron nuestras opciones, construyeron una casa dentro de nuestros cerebros, pusieron vecino contra vecino y alteraron todo nuestro entorno en tonos grises, sin nada que ofrecer más que vidas a medias dentro de apartamentos tipo caja de fósforos, prisioneros dentro y fuera de ellos. 

El comunismo miente; promete igualdad, prosperidad y justicia para todos y trae consigo terror, terror y más terror y aún más terror.  Lo hizo en el siglo 20, y todavía lo hace hoy en día en todas las partes que estira sus garras codiciosas.  Llegué a odiarlo junto con todas las formas de extremos, ya sea fascismo, extremismo religioso o capitalismo salvaje.  Pero la desilusión que tengo con el comunismo es personal, íntima y profundo. Se remonta a un día en diciembre de 1989, un día de alegría y celebración, que se convirtió en asesinato y engaño. 

Las promesas huecas de prosperidad para todos sin otra plataforma real que una basada en el odio, la exclusión y la caza de brujas solo traen sufrimiento. Lo sé, lo viví y puedo dar testimonio de ello.  No hay tal cosa como una utopía que en el poder funcione, ninguna, ni una sola.

Les cuento todo esto mientras veo el aumento del populismo en todas partes con profunda preocupación. Es fácil declarar a todos los demás culpables de todo lo que va mal en el mundo y a uno mismo como el único salvador.  Está en el libro de jugadas de cada tirano, y así es cómo comienzan a cambiar nuestro mundo, un pequeño paso a la vez, hasta que, de la nada, sus zapatos se transforman en botas, ensangrentados y capaces de aplastarte hasta la sumisión. 

No tomemos lo que tenemos por sentado. La paz y la prosperidad son inventos modernos, grandes e imponentes como un globo aerostático, pero también pueden ser huecos por dentro y pueden estallar en cualquier momento con solo pellizcarlo con una pequeña aguja. Hay que resistir la tentación de creer en promesas superficiales, lo que suena demasiado bueno para ser verdad generalmente es demasiado bueno para ser verdad.

No podemos estar divididos, no ahora.  Pelear por las sobras, o esparcir odio entre nosotros por pequeñas diferencias, no es una opción, no ahora cuando se acerca el invierno o, en este caso, el verano y es posible que no sobrevivamos, a menos que lo hagamos juntos, unidos en compasión o viviendo en un búnker con aire acondicionado. ¿Vive usted en un búnker con aire acondicionado? Lo que sé es que yo no.

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