No soy youtuber, tiktoker, influencer ni cualquier otra cosa terminada en “-er”, no soy conferencista ni pastor ni gurú de nada, ni entrenador ni modelo ni político, no tengo ni una empresita, no soy actor ni farandulero, no vendo batidos para bajar de peso ni ofrezco estafas piramidales ni negocios con criptomedas. Tampoco soy de ese tipo de personas que parecen hacer todo lo anterior al mismo tiempo. Lo único que tengo de figura pública es que soy funcionario público, pero no tengo un salario de escándalo que Otto Guevara pueda publicar.
Escribo narrativa para adultos que no enseña nada bueno y narrativa juvenil que enseña a hacer lo que a uno le dé la gana. No tengo redes sociales ni seguidores. Cuando tenía Facebook tuve una efímera sección llamada “Lunes motivacional” donde parodiaba el lenguaje de los memes de pensamiento positivo (después de unas pocas entregas la dejé botada por falta de motivación). No he usado ni usaré jamás la dieta keto y aborrezco los gimnasios. No he tenido vicios (a menos de que el arroz lo sea) ni tengo una historia de superación.
Por lo tanto, querido lector, no soy nadie, pero es que absolutamente nadie para dar consejos sobre cómo escribir metas y hacer promesas de cambio en enero. Tuve el impulso de hacerlo, pero por suerte me abstuve. Como sea, debe de haber una legión de influencers, gurús, emprendedores y demás personajes que lo hacen. Debe de haber una app para hacerlo y, si no la hay, ¡invéntenla!, porque están perdiendo plata. Debe de haber inteligencias artificiales que lo hacen. Debe de haber un libro de Walter Riso o un meme de Paulo Coelho donde dice cómo hacerlo. No hace falta que yo lo haga.
Si aun así desea mi consejo, puedo decirle, por experiencia propia, que no haga promesas en enero. Lo digo muy sinceramente: podría ser mala idea hacer promesas en enero, porque nuestras dinámicas son distintas. Si prometemos año tras año hacer algo, pero nunca lo hacemos o dejamos el intento botado en febrero, mi terapeuta diría que realmente no queremos hacerlo. Yo agregaría que estamos desfasados en nuestra dinámica, como un motor con los tiempos perdidos o un cultivo fuera de temporada.
Cada uno tiene su propio ritmo, pero cometemos el error de ignorarlo y tratar de seguir el ritmo de los otros. Y más allá de que sea un error nuestro, los otros también nos hacen presión para seguir sus ritmos. No se les puede reprochar si lo hacen con buena fe porque su forma de hacer las cosas les ha servido (o eso creen) y nos desean el mismo éxito, pero otros lo hacen porque les aterra ser diferentes y no soportan que otros lo sean.
Tal vez nuestro momento de hacer cambios y promesas no sea enero, sino octubre o el solsticio o qué sé yo. Hacer promesas que vayan en contra de nuestra dinámica es como proponerse correr al día siguiente de una fractura: nadie está diciendo que no pueda volver a correr, pero debe recuperarse y prepararse. El gran cambio que hemos querido hacer no necesita que lo prometamos en enero con toda la fuerza con que Enrique Iglesias cantaba “Experiencia religiosa”. Lo que necesita es ritmo y preparación.
Encontrar el ritmo propio y prepararse para los grandes cambios es un tema de ajustes constantes, como buscar una emisora, girando la perilla a poquitos a un lado y al otro, hasta dar con la frecuencia. Hacer ejercicio tres veces a la semana en vez de cuatro, tomar el café sin azúcar, comprar en otro supermercado, mandar a la porra a Netflix… y después al jefe o al novio.
¿Mi consejo para este enero? No haga promesas; mejor consiga un radio viejito de perilla y practique.
Busque su ritmo.
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