Hablemos de violencia. Esa es la invitación que nos hace la autora de Temporada de Huracanes, Fernanda Melchor. Situada en una comunidad rural del México moderno, la obra no sólo desnuda la violencia, en realidad, la despelleja para mostrarnos sus entrañas. La deja en carne viva. Nos la expone, nos hace tocarla, escucharla, olerla. Nos embarra de ella, de sus partes más podridas, hasta hacernos sentir asco.

No es el objetivo de la obra contarnos una historia de principio a fin, sino una serie de historias revueltas, que juntas forman espirales interminables. Leer la obra es inmiscuirse en ellas. Su estupendo estilo de narración circular no puede ser más adecuado para generar esa sensación ofuscamiento, de desesperanza al no percibir si quiera un atisbo de una posible salida a esa inclemente dinámica social.

Con gran habilidad, la autora nos ofrece meternos en la mente de quienes perpetran la violencia que, a su vez, son quienes la reciben. Conocemos sus vidas; su pasado, su presente, su futuro. Con ello, la dialéctica de víctimas y victimarios pierde total validez. Nos confunde. En esta obra, no importa saber a quién humillan, golpean, explotan, matan o violan. Tampoco importa saber quién lo hace. Lo cierto es que saberlo no cambia en nada la situación, ni previene que continúe sucediendo.

Fiel a su trayectoria periodística, en esta obra, la autora narra, pero también explica. Explica que la violencia no procede del individuo, sino más bien de una estructura que no se ve pero se siente. En ese sentido, la violencia es menos parecida a un verdugo y más parecido a un huracán. De ahí su nombre. La violencia en algunas sociedades de América Latina se explica mejor cómo se explica un huracán: un viento de fuerza extraordinaria que forma un torbellino y, desde el momento de su nacimiento, comienza a expandirse.