Vivimos tiempos complejos. Un cambio de época en que se unen cambios en muchas áreas de nuestra convivencia que aumentan la incertidumbre, con otros cambios que desarraigan a muchísimas personas por dudas en su fe, por transformación de las relaciones familiares, por el debilitamiento de la cohesión entre vecinos, por la fragilidad y la precariedad de las relaciones laborales, por la pérdida de adhesión a los partidos políticos.

Con mayor incertidumbre aumenta el temor, con desarraigo se crea desconfianza, y con el rápido y potente impacto del cambia tecnológico y de la vida incógnita en las redes sociales también se potencian estas emociones que distan de nuestro estado ideal: las personas aspiran a seguridad y protección.

Somos seres sociales. Nacemos débiles y no subsistiríamos sin el cuidado de la familia. Ya adultos dependemos de los conocimientos, instituciones y normas formales e informales y del capital que heredamos gracias al desarrollo histórico de la humanidad.

Estamos expuestos a riesgos y a circunstancias fortuitas, algunas de las cuales podemos cubrir gracias a seguros y a la cooperación voluntaria de grupos humanos. Pero también estamos sujetos a riesgos generales que requieren de la intervención del estado, tales como catástrofes naturales, guerras y pandemias. Además, por diversas circunstancias hay miembros de la sociedad que requieren un trato especial para paliar difíciles circunstancias y falta de oportunidades.

El estado que surge para evitar la anarquía de una vida en sociedad sin reglas básicas de comportamiento tiene que irse encargando de atender estas demandas de la sociedad.

En los últimos siglos y recurriendo a los conocimientos que se han ido adquiriendo y a las experiencias históricas que se fueron viviendo, se fue conformando el estado liberal para responder a este conjunto de necesidades.

Un estado basado en leyes y no en el capricho de los gobernantes. Un estado con el poder dividido para promover equilibrios de pesos y contrapesos. Con debido proceso para resolver equitativamente los conflictos y para imponer con justicia el resarcimiento de las violaciones a las reglas generales de conducta. Un estado con gobernantes temporales, electos por medio de comicios libres. Un estado con derechos generales establecidos para evitar el arrebato de los bienes, y la coacción en los sistemas productivos, para facilitar la competencia y la innovación. Un estado que promueva la solidaridad y el bienestar con seguridad ciudadana, con salud, con educación, con sistemas de previsión social y capacidad de apoyo focalizado a las personas con circunstancias especiales. Un estado que con políticas monetarias independientes, con limitaciones al endeudamiento y al crecimiento del gasto público y con acumulación de reservas pueda defender el poder de compra de sus habitantes y proveer para atender las catástrofes que afecten a sus poblaciones.

Pero en las últimas décadas se han generalizado voces que falsamente ofrecen seguridad y progreso con soluciones simples y falsas para problemas complejos, con promesas de balas de plata, de remedios mágicos y que recurren a crear privilegios en favor de cada grupo, lo que demerita la importancia de las soluciones generales que trabajosamente con sudor y sangre la humanidad ha venido por milenios construyendo.

Por eso, frente a populismos, a nacionalismos exacerbados, al progresismo generador de derechos identitarios que nos dividen y a la demagogia irrespetuosa de la inteligencia y del conocimiento, debemos defender las normas generales de derecho que nos obligan y empoderan a todos por igual y que son el sustento de los derechos políticos, patrimoniales y cívicos que dan sustento a la vida civilizada.

Debemos defender las reglas generales de justicia, de seguridad social, de convivencia. Estas son las mejores medidas para el bienestar de los más pobres, débiles y excluidos.

La vigencia de esas reglas generales depende de la capacidad previsora y de ponernos de acuerdo en lo esencial que han sido características de nuestra nación desde inicios de la república. Capacidades que tal vez por el cambio de época hoy parecen estar en riesgo.

No debemos caer en la trampa de los populismos ni de los socialismos del siglo XXI. Es ilusorio creer que se van a atender las necesidades específicas de cada grupo creando cientos de derechos identitarios, al menos uno para cada segmento de la sociedad. Más bien ese proceder crea incontables antagonismos y amarra y enreda a la sociedad de tal manera que impide el progreso.

Su resultado es confrontación entre los diversos sectores, cada cual promoviendo solo sus intereses específicos, y sin capacidad de amalgamar esos intereses con los de otros grupos sociales para conformar una visión de futuro compartida que favorezca el bien común.

Su resultado es la ineficiencia de un estado gigante y sin miras, en el cual unas instituciones se paran en las mangueras de otras impidiendo su funcionamiento. En el cual los recursos escasos en lugar de dedicarse a innovar y a producir eficientemente, se dedican a la búsqueda de rentas y privilegios.

Su resultado acaba siendo la corrupción que genera la multiplicidad de privilegios específicos que el estado es incapaz de ejecutar. Cada sector busca indebidamente que el privilegio que se satisfaga sea el propio, Y se incrementa la corrupción.

No abandonemos nuestros principios.

La dignidad, la libertad y el progreso de las personas son mejor atendidos por reglas generales. No por la ilusoria y engañosa multiplicación de privilegios específicos que se generan con los derechos identitarios.

Claro que en muy pocas ocasiones para eliminar vicios del pasado se debe recurrir a acciones afirmativas. Pero esos casos deben ser los menos, estar ampliamente justificados, contar con el apoyo de la generalidad de la población y ser temporales para romper el statu quo y después permitir que los derechos de cada uno se promuevan con las normas generales.

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