En Costa Rica, es una tarea imposible encontrar a una mujer que no haya sufrido alguna vez de acoso sexual callejero. Dicha clase de violencia parece inevitable, como si fuera una situación inherente a nuestras vidas.
Para el perpetrador es un acto de poca importancia, pero para la víctima es totalmente indeseado e implica un gran impacto negativo. Causa molestia, malestar, indignación, humillación, inseguridad, miedo y ofensa. Proviene generalmente de una persona desconocida y tiene lugar en espacios públicos o de acceso público.
Los números del acoso demuestran que la población más vulnerable son las niñas y las adolescentes menores de quince años. Como sociedad, hemos fallado en proteger a nuestras hijas, sobrinas, hermanas y amigas. Les debemos la libertad de circular sin miedo en cualquier espacio público.
Desde niñas, se nos enseña a soportar una conducta violenta como si fuera el pago del peaje para transitar en las calles. ¿Cómo hemos enfrentado las mujeres el acoso sexual callejero? Utilizando diferentes técnicas para tratar de resistir el miedo, desde la gasilla o el alfiler, caminar al lado de afuera de las aceras, sentarse en el asiento que da al pasillo los autobuses, cambiarse de asiento, sentarse cerca la persona conductora y hasta bajarse del autobús y tener que esperar el siguiente.
En la formación social de los niños y jóvenes, se enseña que el acoso callejero es una conducta válida, aplaudible y que los reafirma como hombres. Como resultado, el acto suele percibirse como algo inofensivo o incluso un gesto de halago, pero en realidad es una conducta precursora de graves delitos de violencia sexual.
Tal proceso de socialización es una receta para el desastre. El acoso se convierte en antesala a delitos mayores. Sucede todos los días y no hacemos nada. El mensaje es que se puede ejercer violencia contra la mujer porque su miedo y dolor no es importante.
Esta es la razón por la que nuestra historia reciente tiene lamentables casos como el de Gerardo Cruz, quien en octubre del 2015 denunció por redes sociales el acoso contra una joven. Su publicación se hace viral a nivel nacional e internacional, se, se polariza muchas opiniones, pero al final de cuenta no se resuelve nada.
Igual sucede con Jennifer Sánchez Rodríguez, quien en febrero del 2016 tuvo la osadía de defenderse del acoso sexual mientras caminaba en San José. Fue agredida por ello y sufrió un aborto.
Ejemplos como los anteriores demuestran que en nuestra sociedad persiste la idea de que el acoso sexual es un halago que debe agradecerse. Al contrario, es una práctica que violenta los derechos de las mujeres y que es necesario erradicar. Hay miles de nosotras que pueden dar testimonio de cómo les ha afectado su vida personal el acoso sexual callejero. Debemos romper la transmisión generacional de la violencia como una herencia. Debemos, por ello, aprobar la ley contra el acoso sexual callero.
Dicha iniciativa contribuye al cambio que necesitamos para que las niñas y las jóvenes de hoy, y las que vendrán, puedan caminar por las calles libremente, sin tener que soportar ese tipo de violencia, sin tener que sentir miedo de ser atacadas sexualmente.
Con el proyecto 20.299 queda claro para nuestra sociedad que el acoso sexual callejero es un delito y una expresión de la violencia contra las mujeres que no debe ser tolerado. Tengamos esa visión de presente, tengamos esa visión de futuro. Imaginémonos y hagamos posible ese cambio.
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