A ver si nos entendemos desde el principio. Cuando los creyentes —de las muchas y diferentes religiones— creen que su dios les dio una misión, pueden convertirse en lo que no podrán dejar de ser, a saber, ‘cruzados medievales’ que persiguen y ajustician a nombre de su dios. En su disposición, se halla la clave de su creencia, en cuanto creen que están en la obligación de forzar a otros a creer lo que ellos creen. Así pues, el problema no es que tengan creencias (¡eso está muy claro!), sino más bien que busquen obligar a través de las estructuras políticas y los puestos de poder a los que no creen como ellos, lo cual desata gran molestia en otros creyentes (católicos, judíos, musulmanes, etc.) y también en los no creyentes (ateos, agnósticos, etc.).

No se cree ni se deja de creer por decreto (por ser Estado confesional o laico), y se cree menos si le agregan una obligación caprichosa y vertical, al estilo de una cruzada de fe. Cada creyente puede vivir su fe sin aplastar las creencias de los demás o la ausencia de ellas, como personas civilizadas. El principio es la tolerancia, no juzgarlos en la diferencia.

La euforia religiosa y el oportunismo político no solo son insuficientes para gobernar, también son una impertinencia política puesto que resulta irresponsable pensar que los problemas de un país no requieren experticia en economía, en política y, por supuesto, en educación. No se trata de discursos perfumados con un tinte pseudoreligioso: No es lo mismo ‘tener algo que decir’ que ‘decir siempre algo, lo que sea’; lo primero es pertinente, lo segundo impertinente. Y todo esto desemboca en que los seres humanos nos reunimos políticamente para que se respeten recíprocamente los derechos humanos de todas y todos en una apertura franca hacia las diferencias.

Lo que permite que una autoridad política —y también en el conocimiento— logre su cometido es gestionar la comunicación, de tal modo que esta se convierta en sujeto de autoridad y, como tal, portador de la misma. El funcionario público no es un pastor ni un siervo, sino que se comporta como legislador respondiendo a los ideales que el Estado de derecho —y no su iglesia— le ha heredado y que lo confirmaron en el poder. Los diputados de cada uno de los partidos en la Asamblea Legislativa no se deben a sus partidos a la hora de resolver los problemas reales del país, sino a los intereses de la nación que, como colectividad, deben atender en beneficio de todos los que la integran y sin distinciones de ninguna clase.

Un discurso religioso que pretenda ser ‘autoridad en todo’ es ideológico (falso y manipulador) porque lleva a asumir el axioma fascista de “Mussolini ha sempre ragione” (Mussolini siempre tiene la razón). Esta mitología del poder es falsa desde todo punto de vista porque no existe una autoridad absoluta y menos si se pretende que esa autoridad venga de dios, cuando ya sabemos que dios no estuvo ni estará en ninguna papeleta ni ha sido nunca asesor de ningún candidato a la presidencia ni a una curul. (Si dios fue asesor de PRN o de algún partido que se cree ‘voz de dios’, dios carecería de experticia política tras la derrota electoral, luego dios no es omnisapiente y, en consecuencia, dios no es dios porque se equivoca.)

Desde un punto de vista psicológico, la aceptación ciega de una autoridad así, con tal grado de falsedad, se logra explicar en la mayoría de los casos por la costumbre, es decir, porque “hay que seguir al caudillo/pastor/sacerdote porque sí”. (Sé muy bien que hay excepciones.) Cuando un funcionario público no está instruido en nada de lo que se le pide para que ejecute su gestión administrativa, en algún momento todo acaba mal (por la impertinencia en lo que dice y hace). Si nadie le entrega su carro dañado al primero que pase frente a su casa para que “lo arregle”, con mayor razón el Estado no debe ser puesto en manos de personas no instruidas porque la incapacidad de hacer las cosas aumenta su nivel de afectación en tanto impacta a todos los ciudadanos. No es un asunto solamente de buenas intenciones, también y fundamentalmente de la formación académica correspondiente.

El poder legislativo costarricense, incrustado en nuestra independencia bicentenaria, no debe fundarse en un discurso que menciona a ‘dios’ cada vez que no tiene nada que decir académicamente. Esto es retórico: hay muchas religiones y todas se creen verdaderas. ¿Cómo se decide cuál es mejor y debe llevar la voz cantante? La historia de occidente indica la respuesta: entrando en conflicto, haciendo uso de la fuerza, pues las razones terminan en la polémica. O imponerse religiosamente. No, gracias. Una religión impuesta es como forzar el amor: por más cálculo que se haga no cierran las cuentas, y la relación colapsa.

Lo que deseamos los costarricenses, en virtud de los retos que tiene este país en múltiples campos, y puesto que les pagamos el salario a diputadas y diputados, es que nos gobiernen ilustrándonos con su pertinencia académica y hablando de los problemas del país y de cómo resolverlos, sin la muletilla (débil recurso retórico) de “dios”.

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