Durante las últimas dos décadas, y, en rigor, durante todo el siglo XXI transcurrido, Costa Rica ha avanzado por un camino exigente y prolongado. No ha sido un trayecto recto ni cómodo. Ha requerido enfrentar desigualdades persistentes, rezagos en infraestructura y una democracia obligada a ponerse a prueba, una y otra vez, frente a nuevas tensiones económicas, sociales y políticas.
Y, aun así, el país no se ha detenido. Incluso en medio de crisis profundas, Costa Rica ha seguido avanzando apoyada en aquello que históricamente le ha dado estabilidad: sus instituciones, su gente y una cultura cívica que, aunque erosionada, sigue sosteniendo el rumbo. Cada dificultad ha implicado una decisión colectiva, a veces explícita, a veces tácita, entre avanzar con disciplina o quedar atrapados en la inercia.
Hoy, tras más de dos décadas de aprendizajes acumulados, Costa Rica se encuentra en un punto decisivo. No al final del trayecto, sino frente a un nuevo umbral. La pregunta ya no es si hemos enfrentado desafíos, sino si tendremos la visión, la constancia y el liderazgo necesarios para transformar este largo recorrido en el milagro económico y social del siglo XXI.
Este momento histórico parte de una constatación incómoda, pero ineludible: durante más de una generación, Costa Rica ha sabido diagnosticarse bien a sí misma. Desde hace un cuarto de siglo, los Informes del Estado de la Nación han señalado con claridad notable los mismos desafíos estructurales: baja productividad, brechas educativas persistentes, desigualdad creciente, debilidad en la ejecución del Estado, desorden territorial y una gobernanza incapaz de producir acuerdos duraderos.
El diagnóstico ha sido consistente, reiterado y técnicamente sólido. Lo que ha cambiado no ha sido el rumbo señalado, sino la voluntad de recorrerlo. El problema nunca fue la falta de ideas. Costa Rica ha tenido planes, comisiones, reformas parciales, alternancia política y diversidad ideológica. Ha sido, y sigue siendo, una sociedad plural y democrática. Lo que ha fallado ha sido algo más profundo: la capacidad de convertir diagnóstico en acuerdos sostenidos y ejecución consistente.
Durante años, el país ha mostrado una notable habilidad para identificar problemas, pero una dificultad recurrente para resolverlos de manera estructural. Las reformas han sido fragmentadas. Los consensos, incompletos. Las decisiones, postergadas. Y el costo de esa postergación no desapareció: se fue acumulando silenciosamente, año tras año.
Durante buena parte del siglo XXI, Costa Rica logró algo que muchos países no consiguieron: resistir sin colapsar. Supo enfrentar crisis externas, choques financieros, tensiones políticas y una pandemia global sin perder su democracia ni su Estado social. Pero con el tiempo, la resistencia empezó a confundirse con progreso. El país entró en una zona cómoda y peligrosa: no retrocedía de forma dramática, pero tampoco avanzaba con la profundidad y velocidad que el nuevo contexto exigía.
Ese estancamiento se normalizó. La desigualdad dejó de ser una anomalía y pasó a convertirse en una característica estructural. La movilidad social se volvió más difícil. El empleo de calidad dejó de ser la norma para amplios sectores de la población. Lo que durante años fueron advertencias técnicas terminó convirtiéndose en experiencia cotidiana para demasiadas familias.
Costa Rica sigue siendo una democracia, pero una democracia no se mide solo por su capacidad de elegir gobernantes, sino por su capacidad de tomar decisiones colectivas eficaces. La fragmentación política, la debilidad de las coaliciones y la desconfianza creciente han erosionado la capacidad del sistema para producir acuerdos estratégicos de largo plazo. Las instituciones siguen en pie, pero su capacidad de ejecución se ha debilitado. El resultado es una paradoja inquietante: una democracia legítima, pero con dificultades para gobernar su propio futuro.
La pandemia no creó estos problemas. Los hizo imposibles de ignorar. Expuso un mercado laboral excluyente, brechas educativas profundas y limitaciones fiscales acumuladas. Costa Rica respondió con resiliencia, pero también quedó claro que el margen de error se había reducido al mínimo. El país llegó a la crisis debilitado por decisiones no tomadas y salió de ella con menos espacio para seguir postergándolas.
Hoy, Costa Rica no está en colapso. Pero tampoco está en comodidad. Se encuentra en un umbral histórico. La inercia dejó de ser neutral. Seguir haciendo lo mismo ya no es estabilidad: es renuncia. Cada año sin acuerdos estructurales no solo posterga soluciones; reduce las opciones disponibles y encarece las decisiones futuras.
Ser heroico en el siglo XXI no significa épica vacía ni gestos grandilocuentes. Significa algo más exigente y menos visible: disciplina colectiva, constancia en el tiempo y acuerdos que sobrevivan a los ciclos políticos. La nobleza de esta patria no está en negar sus problemas, sino en enfrentarlos con honestidad. No está en idealizar el pasado, sino en decidir el futuro.
Después de más de veinticinco años de diagnóstico claro, la heroica Costa Rica ya no puede decir que no sabía. La pregunta ya no es qué hacer, sino si estamos dispuestos a hacerlo. La historia no juzgará nuestras intenciones. Juzgará si fuimos capaces de cruzar el umbral cuando todavía estábamos a tiempo.
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