La última vez que un asesinato se produjo en medio de tensiones políticas, léxico nacionalista y polarización, el mundo entero ardió. El 28 de junio de 1914, Sarajevo se tiñó de sangre cuando el archiduque Francisco Fernando fue abatido junto a su esposa, la duquesa Sofía. La bala de un nacionalista encendió la mecha de lo que entonces se conoció como la Gran Guerra. La violencia política parecía un vestigio del pasado, un mal sueño del que la humanidad había despertado tras millones de muertos y el recuerdo de una barbarie deshumanizadora.

Pero no. Apenas ayer, el activista de derecha Charlie Kirk fue asesinado en lo que se investiga como un crimen de motivación política. Incluso sus detractores más férreos han reconocido que era, ante todo, un ser humano que no merecía morir así.

El mundo amanece con una esposa y dos hijos pequeños huérfanos de padre. Y con un debate que debería avergonzarnos: la celebración de su muerte en algunos sectores. Aplaudir el asesinato de alguien por sus ideas no es un acto de justicia, sino un síntoma claro de deshumanización colectiva. Debería contarse entre los gestos más repugnantes de nuestra época.

Nuestra especie atraviesa una crisis peligrosa. No puede ser que las palabras, las posiciones políticas o las convicciones ideológicas se transformen en motivos para derramar sangre. Me resisto a aceptar que asistimos a la decadencia de la humanidad, pero la evidencia es abrumadora: el termómetro de la polarización sube, la cuerda social se tensa y el miedo, la autocensura y la desconfianza ganan terreno.

Conviene recordarlo: quienes olvidan su historia están condenados a repetirla.

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