La transformación de China en una de las principales potencias mundiales no puede entenderse simplemente bajo la óptica de la teoría política occidental ni reducida a lecturas superficiales sobre pragmatismo o capitalismo de Estado. En realidad, la construcción del "socialismo con peculiaridades chinas de la nueva era", como lo define el presidente Xi Jinping, responde a una síntesis mucho más profunda que integra el marxismo científico con la tradición espiritual, filosófica y cultural de la milenaria civilización china.
El marxismo, en su vertiente científica y materialista, es ciertamente un pilar del pensamiento político contemporáneo de China. Ha proporcionado una herramienta fundamental para orientar la toma de decisiones estratégicas, construir conciencia social y guiar el desarrollo económico y político de la nación. Sin embargo, el análisis no puede detenerse ahí. Para comprender mejor el pensamiento político chino contemporáneo, es indispensable reconocer la absorción de su tradición milenaria, particularmente el confucianismo y, en su trasfondo, el Tao.
Desde la cosmovisión china, el Tao, también conocido como “el Camino”, es el principio supremo e inmanente que abarca todo cuanto existe. No hay fuerza, idea o doctrina que esté por encima del Tao; ni siquiera el marxismo, pese a su importancia como herramienta estratégica y guía práctica. El Tao es simultáneamente lo más grande y lo más pequeño, lo que da forma a todo sin ser condicionado por nada. Esta concepción espiritual, profundamente arraigada, modela el pensamiento y la acción política en China, con gran fuerza en la era moderna.
Aunque el confucianismo y el taoísmo representan corrientes filosóficas distintas, una orientada al orden social y la otra a la armonía natural, ambas han coexistido históricamente como pilares complementarios en la cultura china. Mientras el confucianismo aporta la estructura ética y el sentido de responsabilidad cívica, el taoísmo inspira la búsqueda del equilibrio y la adaptación fluida a las circunstancias.
Esta articulación también encuentra resonancia en el marxismo, que sostiene la necesidad de partir de las condiciones materiales objetivas de la realidad para su transformación. Más aún, el marxismo coincide de fondo con esta visión, ya que la dialéctica marxista, como sistema filosófico y, en un plano superior, como método de razonamiento, es esencialmente la misma dialéctica que subyace en el tao: una comprensión del mundo basada en el cambio constante, la interacción de los opuestos y el movimiento inherente a la realidad. Tanto en el taoísmo como en el marxismo, la contradicción no es un error, sino el motor fundamental del desarrollo. Esta síntesis viva entre orden ético y flujo natural, enriquecida ahora por una dialéctica materialista consciente, ha modelado tanto la visión tradicional china como su expresión contemporánea en la construcción de una sociedad socialista moderna.
En el arte tradicional chino, la cuestión de la forma no es el eje central de la obra: lo esencial es la totalidad viva que se expresa más allá de esta. El estilo de pintura Shan Shui, desarrollado a partir del siglo V bajo la dinastía Song, encarna esta visión, donde lo importante no es la representación literal del paisaje, sino la atmósfera, el espíritu y la armonía que se transmiten, una manera de experimentar el Tao. De modo similar, en la política china, las herramientas, sean políticas, económicas o sociales, no constituyen el núcleo fundamental. Lo verdaderamente decisivo es el resultado último: la construcción de una sociedad armoniosa, justa y avanzada, capaz de replicar en la tierra la armonía del Cielo. Así, la acción política no se aferra dogmáticamente a los medios, sino que se orienta teleológicamente hacia los fines.
Lao Tse enseñaba que "la gran imagen no tiene forma", al igual que el Tao, que es inasible y escapa a toda definición rígida. No obstante, su manifestación en el mundo no puede ser inarmónica ni desequilibrada, sino que tiende naturalmente hacia la plenitud y la concordia que reflejan la armonía celestial y lo sagrado. En este sentido, la política, cuando se orienta por el Tao, no busca imponerse por la fuerza, sino encauzar el flujo de las cosas hacia el orden natural y justo.
Este enfoque se refleja de forma emblemática en la célebre frase de Deng Xiaoping: "No importa si el gato es blanco o negro, mientras cace ratones y tenga los ojos rojos". A menudo malinterpretada en Occidente como una expresión de simple pragmatismo capitalista, esta máxima encierra una sabiduría más profunda, inseparable de la tradición filosófica y espiritual china. Desde la perspectiva occidental moderna, marcada por un reduccionismo materialista y racional, tiende a verse en ella una flexibilidad oportunista. Pero para quien comprende la tradición del Tao, el mensaje es claro: los instrumentos deben subordinarse a la finalidad superior, que es la armonía, el bienestar del pueblo y la estabilidad social.
Esta diferencia profunda explica, en parte, el contraste en los resultados: mientras China innova, planifica y avanza con la mira puesta en mejorar las condiciones de vida de toda su población, Occidente parece, en muchos casos, haber quedado atrapado en dinámicas que favorecen a unos pocos, dejando migajas para las mayorías. La lógica subyacente es distinta: en China, la estrategia política es un arte de equilibrio y de largo plazo, fundado en la visión de totalidad; en Occidente, predomina muchas veces una lógica fragmentada, cortoplacista, atada a intereses inmediatos y sectoriales.
Entender este contraste requiere ir más allá de los análisis convencionales. De ahí la importancia de recurrir a la filosofía como herramienta para desentrañar las realidades más profundas de las civilizaciones. Hoy, en un mundo que transita hacia la multipolaridad, filosofía y política deben ir de la mano. El mito de la caverna de Platón sigue siendo vigente: la mayoría sigue viendo sólo sombras proyectadas en la pared, confundiendo medios con fines, apariencia con esencia.
China, al articular el marxismo científico con su herencia taoísta y confuciana, demuestra que es posible apropiarse de los aspectos útiles de la modernidad, de sus herramientas políticas, científicas y económicas, sin ser absorbidos necesariamente por ella, y sin renunciar a la matriz espiritual que da sentido profundo a la vida en común. Esta síntesis, invisible para quienes sólo perciben la superficie, constituye una de las claves del éxito del modelo chino y una de las grandes lecciones que el mundo contemporáneo haría bien en esforzarse por comprender.
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