En 2012, Paúl Benavides (1966) publica Duelos desiguales (Euned), uno de los más importantes poemarios que se hayan producido en el país y que ya apuntaba a un estilo sofisticado, conceptual y maduro. Luego le siguen Oficio de ciegos (Arboleda, 2014); Apuntes para un náufrago (2018, Letra Maya) y Áspera noche (2019, Letra Maya).

En el 2021, ganó el Premio Nacional de Novela con su obra “Los papeles de Chantall”, una obra que excava sin piedad en los meandros de la corrupción del país. Su más reciente poemario, “Ciego de noche” (2023, Letra Maya), reúne poesía de 2016 a 2023, y expone lo que para nosotros es un diálogo intenso, inquisitivo y retador ante el mundo. Es una poesía urticante, filosófica, despectiva de toda comodidad, de todo supuesto.

Lo primero que nos llama la atención es el título, que ya deriva del primero que publicó y que refiere a una estética o, más bien, un mito de trasfondo, un destino marcado por la búsqueda interior. A este respecto, debemos recordar que la ceguera en la literatura es una orientación más bien luminosa. Desde Homero hasta Borges: fotografiado este último en un baño público con un bastón.

Aquí la intencional ceguera de Benavides en el título es una confesión de fe poética. El ciego más bien es el que ve, el que ahonda, como Tiresias, que adivinaba el porvenir en lo invisible. Quizás hay que hacerse un poco ciego para observar la sombra de Jung –huidiza en todo caso, como una divinidad maléfica que no dará su rostro con facilidad– y los recónditos reflejos de la grandeza humana por más pequeña que esta se nos presente y que pocas veces es percibida. La poesía es como la linterna de Diógenes de Sinope, el perro olfateador (kinikós) que busca lo que la vida tiene de verdad con tal de no perecer en ella.

“Ciego de noche” es una colección de 64 poemas con impecable cohesión, diríase un solo poema-torrente que mantiene un ritmo acelerado, como es el ritmo de la naturaleza actual: “Me encuentro con un carro de batalla, / con tanques acorazados, con medallas, con barcos estridentes. / La guerra pasa frente a mí y está a miles de kilómetros. / La guerra está aquí, le grito a todos en el parque / donde hay ancianos y niños jugando”.

Las preguntas se formulan sin esperar respuesta. La poesía entabla un juicio y punza la conciencia acomodaticia. Todo lo público es, tarde o temprano, íntimo. La guerra, la pandemia, la desorientación del país. El tejido del alma es público y el pasado es oxígeno o ahogamiento.

A nuestro criterio todo el poemario constituye un ajuste ardoroso de cuentas con lo vivido. Un arreglo apasionado, duro, inconstante, a veces ácido, amoroso, otras veces lapidario. Es un intento de conciliación a pesar de que esta es solo consigna de la palabra: “Cada yo mismo muere y renace / muchas veces al día. / Soy un otro inclemente / como la flor que muere y nace siempre. / Postergo el color y apago la felicidad de ayer / para procurarme una felicidad hoy. / Quizá su idea su imagen su recuerdo”.

La idea de tráfago, de verso cardiaco, de embestida verbal es la caligrafía urgente del poeta, quien todo lo revisa y lo anota con la noción plena de su significancia: la ciudad con olor a potasa, los héroes patrios olvidados, la carencia de lugar en la pandemia: “muerte por despojo, / por olvido”, el niño que se inventaba un circo, el recuerdo de una línea del Eclesiastés, un país irreconocible por el miedo, la trinchera detrás del café, la súplica para que alguien tire el miedo por la ventana…

El mencionado ajuste contempla acoger los vastos hechos humanos como en el Poema 3: “Hoy ha muerto un amigo. / Me dicen que se fue con su miedo, / en secreto /, callado / y a cuestas (…) / No hubo últimas conservaciones, / ni consejos, / ni arrepentimientos, / ni lecciones aprendidas. / Nada y todo a la vez”. Y forjar un sentido de la resistencia: “No me robarán / el vuelo de una gaviota, / una meseta entera con sus vacas / y sus templos, / con sus pueblos enteros / y sus hombres equivocados y sus mujeres viejas” (Poema 6).

Por otro lado, como buscador en la noche, sin más ventura que el logos poético, Benavides es un poeta de la ausencia. Todo el poemario está entreverado por las gotas soberbias de la melancolía. Una melancolía no resignada: “Mi patria es el fracaso del niño que no fui, / la maleta a cuadros del padre que iba y volvía / de su viaje solitario, / la grieta por donde esta patria / muere y resucita todos los días” (Poema 1). Y también Benavides es un poeta de la verdad, de la aceptación de esta: “Queda / lo sentido / por encima y por delante de todo, / lo que un día / nos hundió /, nos mató de un golpe, / nos puso a soñar triste / para ver la luz al final del túnel” (Poema 2).

Esta ausencia es lo que hace de la poesía de Benavides una elegía que mantiene un acento grave, demoledor, un diálogo implacable con su confidente, él mismo, con los seres que solo están en las volutas del tiempo o el sitio donde reconoce pertenecer: “La casa a la que vuelvo, / donde hablo, / con los fantasmas que me vieron nacer / y duermo en el lecho. / Donde el amor / y la pesadilla arden impunes. / Son mi patria” (Poema 1).

Por otro lado, una temática importante en Benavides es la patria, la cual es una compleja añoranza en la que cabe toda realidad poética y que se vive como aspiración: “Todos se iban y la patria seguía viva en los cipreses, / en el mentol azucarado del verano, / en el eucalipto enorme como un tótem, / en la sordera del adobe que hablaba / por las grietas donde el tiempo se negaba a huir” (Poema 15). Es su particular Ítaca y lo que da alimento a su búsqueda como poeta, en esa noche tenebrosa que es la existencia. La patria no es una abstracción ideológica, es un modo de haber vivido con los más próximos, los parientes, una realidad de esfuerzo y sueño compartida, noble, imperfecta, fragante, dolorosa, apetecible.

Desde Duelos desiguales, el poeta Benavides se bate en duelo con la palabra. La lucha del creador siempre ha sido contra la materia informe, como el demiurgo. La materia son los hechos irrecuperables de la existencia, los hechos funestos y las flores encontradas en el camino. La luz que identifica el ciego en su interior le sirve para nombrar de nuevo el mundo. Para que la corriente del olvido no devore la memoria: quizás la verdadera esencia del ser humano.