A modo de cierre de esta “trilogía” después de las partes I y II, he decidido finalizar compartiendo mis pensamientos acerca de lo que parece un auge de los extremismos y posturas viscerales en estos tiempos. Ciertamente no ayudan hechos como que en muchos países la población se ha polarizado en dicotomías que recuerdan al maniqueísmo y que abundan los conflictos a nivel internacional.
Aunque suene poco serio, difícilmente se pueda hacer un análisis crítico de la situación política actual sin hacer referencia a lo que se ha denominado “woke culture” que algunos también denominan “izquierda rosa”. Interesantemente el término “woke”, que en inglés es el pretérito del verbo “wake” lo cual se puede traducir como “despierto” tenía una connotación seria. El “woke movement” fue como un antecesor del movimiento por los derechos civiles y hacía referencia a estar “despierto” o “consciente” respecto a la discriminación racial. Hoy en día parece haber sido despojado de ese significado original y se usa alrededor del mundo como etiqueta en parte para ridiculizar y en parte para dividir. Ciertamente no ayuda ver en lo que (según algunos) se ha convertido: una aparente obsesión por temas de índole racial y sexual que viene más bien a estigmatizar grupos mayoritarios. Por estas lides tenemos nuestra propia versión de esto: los “progres”. Todo esto ha alimentado un movimiento reaccionario que sospechosamente se parece mucho a la ideología conservadora estadounidense: tradicionalismo, religiosidad y fomento de recortes fiscales aunado a una reducción del estado.
Por supuesto que todo esto lleva a una pregunta obvia y necesaria: ¿Qué ha llevado a este aparente fracaso de la socialdemocracia y de los ideales inclusivos que tanto caldea los ánimos y lleva a muchos a coquetear con extremismos? A mí me parece obvio que el ingrediente principal tiene que ver con un malestar moderno derivado de las condiciones económicas cada vez más adversas para la clase media. El aparente bienestar de los años 90 y principios de los 2000 dio paso a la obsesión con las redes sociales, auge de las teorías de la conspiración y concentración de la riqueza.
La llegada de discursos sobre las minorías, siendo que a veces francamente se abusa de ellos, no sólo traería la resistencia de los sectores conservadores de la sociedad, sino que se hace muy pesado con ese telón de fondo. La corrupción y la ineficiencia del Estado llevan a muchos a creer que la privatización es la solución de todos los males (a mí me llama particularmente la atención que hasta en Estados Unidos, un país en el que el Estado tiene un papel muy minoritario en la economía, se esté argumentando que hay que desregular y eliminar impuestos).
En este ambiente parece haber desaparecido el debate sano y se cuestiona mucho si la “meritocracia” sigue vigente. Respecto a esto último, la revista Forbes ha publicado que todos los billonarios (gente con más de mil millones de dólares en su patrimonio) menores de 30 años son hijos de otros billonarios. Esto azuza más los ánimos y lleva al resentimiento.
Lo que a mí me parece particularmente peligroso, es lo poco que se piensa en las posibles consecuencias de aplicar sin frenos algunas de las reformas que promueve este movimiento reaccionario. Sé muy bien que lo que en su momento puso de moda las ideas libertarias fue por un lado el colapso del aparato estatal inglés bajo su propia ineficiencia en tiempos de Margaret Thatcher y la decisión de Ronald Reagan de invertir menos impuestos en la salud de su gente mientras destinaba más recursos a la industria militar.
En los tiempos actuales ir más lejos con esto podría devolvernos a un escenario como el de la era victoriana: una pequeña élite controla todos los recursos y una gran mayoría de trabajadores vive con lo mínimo. El siglo XIX, muy reciente términos históricos, llevó a la explotación inhumana de una nueva clase social, el proletariado. Esto causó que Europa ardiera con revueltas mientras en Estados Unidos se dio una era de decadencia moral y lujo descarado de las élites que fue llamada “guilded age”.
Decirle a la gente hoy en día que aprenda a codificar en informática o a dar servicios en línea es para muchos como el equivalente contemporáneo de la frase falsamente atribuida a María Antonieta: si no tienen pan, que coman pasteles.
Aunque no comparto sus creencias, siento que puedo entender la frustración de algunos conservadores: de repente se siente censurados por la “cultura de la cancelación” mientras que la inflación roe su poder adquisitivo y ven, a menudo, una versión caricaturesca de “la izquierda” en el poder. Esto es igualmente frustrante para los socialistas “duros”, ya sean marxistas, anarquistas o de otra índole.
Algo muy interesante de notar es lo que refleja la tabla del índice de felicidad global: los países punteros tienen socialdemocracias consolidadas y redes de apoyo. Asimismo, hay algunos en los que la percepción de bienestar difiere en función de la edad: en Estados Unidos los “boomers” llegarían al puesto 10 si fueran un país aparte, mientras que los millennials y generación Z al 62.
Es claro que la percepción de bienestar puede variar rotundamente en función de la riqueza y hasta de la generación dentro de un mismo país y si en este contexto le cedemos el poder a la demagogia sin analizar a fondo los ajustes que se deben hacer para rescatar el estado de bienestar y el bien común, el futuro se vislumbra bastante distópico. Combatir la corrupción y la burocracia desmantelando todo el estado es como matar al enfermo. Quizás en el futuro recordemos con nostalgia aquella época en que la mayoría pudo sostener un buen nivel de vida y tenía acceso a salud y educación de calidad.
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