Cada vez que sale una película, serie o novela basada en hechos reales, no falta quien se queje de la parcialidad, las omisiones y las mentiras de la obra en cuestión. “Eso no fue así”, “está sesgado”, “eso no pasó”, “les faltó contar que…” Siempre falta algo, siempre hay una versión demasiado amable (o todo lo contrario) de algún personaje, siempre hay sesgo, siempre hay tendencia. No necesito redes sociales para conocer los debates al respecto; dichos reclamos son casi un género discursivo con sus propios clichés.

Sin el ánimo de justificar aquí la posverdad o la reescritura descarada de la historia, es preciso entender lo siguiente: si se quiere contar hechos reales, es absolutamente imposible no hacer adaptaciones, omisiones e inventos. Es, de hecho, materialmente imposible, porque la realidad supera nuestras capacidades de abarcarla. No lo afirmo (solo) en un sentido lovecraftiano, donde la realidad es un universo aterrador que nos vuelve locos; me refiero a que aún la realidad más común, cotidiana y manejable es tan vasta como la playa lo es para cada grano de arena.

La realidad es un tornado donde somos partículas que ignoran casi todo sobre él y que apenas logran resistir el viento. A veces ni eso. No podemos percibir la totalidad de las otras partículas ni el vacío entre ellas. Como si fuera poco, el torbellino de la realidad es distinto a cada instante; no tiene tramas ni secuencias, no tiene ritmo, no tiene estructura ni escenas o actos, no alberga intencionalidad en la manera en que se dan las cosas. El mero hecho de pensar que haya una manera en que se dan las cosas ya es un fallido intento de nuestra mente de organizar la realidad.

La narrativa, en cambio, tiene (¡y exige!) un orden en la forma de presentar los hechos. La narrativa, por encima de la infinita gama de estilos de los autores, siempre tiene orden y composición. Debe tenerlos, porque, de otra forma, no puede existir. La narrativa, en el sentido más amplio, está contenida en lo que Mijaíl Bajtín llamó discursos secundarios: se genera a posteriori. La narrativa trata siempre sobre el pasado y no puede no hacerlo, ni siquiera cuando habla del futuro, porque aún este será una construcción que hicimos en un momento pasado con respecto a cuando elaboremos la narración. Incluso si anduviéramos con lápiz, papel o teléfono en mano para capturar impresiones de un momento, ya ese momento estará en el pasado cuando hagamos la captura. Lo que nos queda de él son solo eso: meras impresiones.

Los dos mayores obstáculos para contar la realidad son el infinito número de hechos y la infinita cantidad de vacíos entre los hechos.

Cuando vamos a contar la realidad, por lo tanto, hemos de escoger los hechos que vamos a contar, ordenarlos de alguna forma y decidir qué hacer con los vacíos de información. Ante la imposibilidad de incluir todos los hechos, hay que priorizarlos, seleccionarlos, resumirlos y adaptarlos; en suma, lograr que sean asequibles. Por ejemplo, un truco muy común en cine y televisión, donde siempre hay limitaciones de tiempo que obligan a sintetizar, es elegir un conjunto grande y caótico de hechos y sustituirlos por una escena ficticia que resuma o exprese el espíritu de esos hechos. No solo es una manera muy efectiva de organizar la narración, sino que es una oportunidad difícil de resistir para la inventiva del narrador.

En cuanto a los vacíos entre los hechos, la sabiduría popular tiene la respuesta: “lo que no sabe, lo inventa”. Eso sí, inventar no es lo mismo que mentir. La mentira expresa cosas que con certeza nunca pasaron. El invento expresa, a través de hechos ficticios, cosas que podrían haber pasado o que, desde el punto de vista del narrador, sí pasaron, aunque no se tenga constancia de ellos.

Por todo lo anterior, las obras “basadas en hechos reales” cuentan “realmente” hechos ficticios (nunca mejor usado el adverbio). Los hermanos Coen ironizan con esto en esa obra maestra que es Fargo, película que empieza justamente diciendo “This is a true story”, a pesar de que todo lo que narra es ficticio. Las obras basadas en hechos reales son también ficción por el sencillo motivo de que no muestran la realidad. Es imposible que la muestren. Desde el momento en que el autor construye su interpretación de la realidad y determina las coordenadas del mundo narrado, este es ficticio.

Se equivocan por igual quienes piensan que escribir sobre la realidad es más fácil porque ya todo “existe” y solo hay que referirse a ello, y quienes piensan que escribir fantasía es más fácil porque solo es cuestión de inventar. En ambos casos, hay que mapear el mundo narrado, ubicar las acciones en él y tener claras sus reglas, sea que estas se asemejen a las de la realidad o no. La narración debe estar bien ubicada en ese mundo y obedecer en forma coherente y uniforme a esas leyes. En cierto modo, podemos decir que todo mundo narrado es imaginario, aunque pretenda ser el mundo real, porque el narrador siempre trabaja con un mundo que está en su mente y es moldeable. Se pueden cometer grandes errores en la narrativa al no mantener esa coherencia del mundo narrado, no importa si es realista o fantasioso. Como editor y lector, me he encontrado errores garrafales en ambos casos, porque los autores no hicieron bien su trabajo de construcción de mundo.

Por otra parte, cuando el escritor somete a los personajes históricos a un tratamiento de personaje, los personajes se vuelven ficticios. Si a menudo es imposible entender el comportamiento de una persona y su mundo interno, aún para los más allegados, ¿cómo no va a serlo para un escritor que tal vez no puede ni tener acceso a la persona porque esta es inalcanzable o porque ya falleció e incluso vivió siglos atrás? Es entonces cuando el escritor debe especular e inventar la personalidad de ese individuo, crear su mundo interior y conectar sus motivaciones y antecedentes con sus acciones. Tiene que hacer, a fin de cuentas, el mismo trabajo que tendría que hacer con un personaje ficticio. Por lo tanto, ese personaje dizque real es igualmente ficticio.

Entonces, el autor selecciona los hechos, llena los vacíos y organiza todo este corpus en actos, secuencias y arcos, decide de dónde a dónde va a contar, decide qué es importante y qué no, decide si narra en forma lineal o con saltos en el tiempo, decide quién narra y cómo. Decide si alguno de los personajes va a ser el alivio cómico, si alguna va a ser la mujer fatal, si otro va a ser el consejero y, desde luego, quién es el héroe y quién el villano, categorías que en la realidad no existen porque todos somos mucho de eso en algún momento. Los que me conocen sabrán (eso espero) que soy buena gente, pero alguno de esos autores que he rechazado porque no hicieron bien su construcción de mundo podría escribir una historia donde me pinta como el editor desalmado que trunca su carrera literaria. Y aunque tengo el sentido del humor de un molusco (dijo el más divertido de mis amigos, Daniel Figueroa), no descarto que yo sea el alivio cómico de alguien.

Hablando de comedia, el autor también decide algo que la vida real definitivamente no tiene: el tono. Si bien hay situaciones reales que no tienen nada de graciosas, un autor puede contarlas con un tono de comedia negra, así como puede tomar una situación insulsa y convertirla en epopeya. Hasta aquí, el autor habrá dado a los hechos algo que no tenían: acabado estético. Sin embargo, en el nivel más profundo de la creación artística, también les dará otra cosa que la realidad no tiene: significado.

Quiérase o no, en este proceso van a actuar las preferencias del narrador, sin importar lo veraz y objetivo que trate de ser. Tal vez algún día la inteligencia artificial pueda producir narraciones verdaderamente objetivas, libres de toda ideología y secas como una hoja muerta. Quién sabe, porque siempre va a depender de cómo la programen y la entrenen. Solo una IA emancipada sería totalmente objetiva y entonces aún podríamos decir que esa objetividad es un recurso ideológico para defender su independencia.

Por eso, deje de reprochar a The Crown que faltó esto o cambió aquello; la historia que narra no es la verdadera historia de la familia real; es una historia ficticia que toma insumos de la realidad como la entiende o prefiere entenderla Peter Morgan.

Aunque todo lo anterior suele asociarse más a la literatura, el cine y las artes en general, no hay discurso que escape de ello, ni los más vulgares ni los más referenciales. Hasta para contar un chisme hay preferencias, decisiones estéticas y una interpretación de lo que pueda significar lo que se está contando. Tan es así que el género del cuento halla sus raíces orales en el mero acto de llegar a contar a alguien algo que pasó. Todos los narradores que ha habido en nuestro planeta, desde el que llega con el chisme hasta el periodista que hace la nota, el escritor que hace el libro y luego el cineasta que hace la película, han aplicado y seguirán aplicando sus preferencias a esos “hechos reales”.

¿Significa entonces que todo es ficción, incluso los géneros que se supone que no lo son? Sí.

¿Y significa que estoy defendiendo la posverdad y la mentira porque todo es ficticio? No, al contrario: explico todo esto para advertir que todo lo que nos cuenten, todo, sin excepción, está mediado por la persona que lo cuenta, sea el más jetón o el profesional más serio. Por lo tanto, no debemos irnos de bruces con lo que nos cuenten. Siempre hay que verificar y comparar las fuentes y las narraciones. Hay gente particularmente propensa a creer de buenas a primeras lo que le cuenten. Y a muchos líderes y farsantes les sirve que uno se trague sus narraciones sin cuestionarlas.

¿Qué nos queda entonces para conocer la realidad? Primero, resignarnos a que no se puede. Segundo, comparar las diferentes narraciones para construir nuestra propia versión del pedacito de realidad que podemos aprehender. Limitarse a repetir la narración de otro es fácil y cómodo, no requiere esfuerzo ni nos pide que corramos los riesgos que ya asumió el autor. En cambio, comparar fuentes y versiones es un trabajo arduo, toma tiempo y requiere gran esfuerzo; no es raro que sea poca la gente que lo hace, pero es la única forma.

Y buena suerte con ese otro asuntillo de qué es la realidad.

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