Durante los últimos días he estado apesadumbrada y ansiosa. No sabía con exactitud qué me estaba haciendo sentir tan agobiada, hasta hoy. La imagen de niños y niñas, de 2 o 3 años, llorando, horrorizados, encerrados en jaulas, como si fuesen monstruos peligrosos que amenazan la vida de toda una nación, no me deja respirar.
La política de cero tolerancia hacia las personas que migran desde Centroamérica a Estados Unidos, por vías irregulares, es sólo comparable con el tipo de acciones y discursos propias de regímenes fascistas. Trump usó el término “infectar” para referirse a la entrada de hermanos y hermanas centroamericanas y mexicanas, en suelo estadounidense. Pero no es sólo Trump, su estilo de gestión, su discurso y su brutal honestidad lo que me ha generado una intensa sensación de repugnancia. He leído los abundantes comentarios de ciudadanos de los EEUU, que en redes sociales se han mofado de esos niños y niñas, y han pedido incluso que se permita esclavizarlos.
Esto demuestra que se ha roto un límite, que tiene una historia trágica y brutal. Ya no se trata de la narrativa xenofóbica, nacionalista y racista común en las últimas décadas del siglo XX y primeros años del XXI. Lo que estamos presenciando desde que se inició la carrera electoral de Trump (cuando, al menos yo, creí que se trataba sólo de un chiste de mal gusto y nada más que eso) es una exacerbación aterrorizante del odio hacia los otros y del gozo y la celebración que les genera a miles y miles de seguidores de Trump, la tortura, la humillación y la muerte de esos otros, sin importar si se trata de criaturas que apenas caminan.
Las prácticas de secuestro de niñas y niños, de destrucción de comunidades, de expulsión forzada y de aniquilamiento, por supuesto, no son recientes. Es imposible olvidar la historia del exterminio de los pueblos indígenas, de los largos y sangrientos procesos de colonización y de tráfico de personas para el mercado de esclavos. Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, una buena parte de la comunidad internacional acordó –así fuese de manera contradictoria y opaca– sentar unos límites sobre el uso de la violencia por parte de los Estados hacia las poblaciones. Aunque pueda calificarse como un modelo incompleto, que ha sido desigualmente aplicado y que es, a fin de cuentas, precario, el derecho internacional de los derechos humanos no ha sido un total fracaso. La sensibilidad general de amplios y diversos sectores sociales se fue construyendo de la mano de una idea de ampliación de los derechos humanos y de las libertades fundamentales.
Hoy esa frágil e imperfecta plataforma de acuerdos mínimos de convivencia humana se encuentra rumbo a la desaparición, y las divisiones entre izquierdas y derechas parecen ser irrelevantes al respecto. Ningún sector político tradicional pareciera estar interesado en levantar la bandera de defensa (crítica, sí, pero defensa, a fin de cuentas) de los derechos humanos y del horizonte utópico que señalan. Es como si no hubiésemos aprendido nada sobre el modo en que el nazismo y las máquinas de destrucción masiva de judíos, comunistas, personas con discapacidades físicas y mentales, personas homosexuales, miembros del pueblo Roma, etc. impactaron la historia del siglo XX; como si las masacres en Ruanda en la década del 90, la desgarradora cotidianidad que sigue viviendo el pueblo palestino, o las acciones militares de “limpieza étnica” del gobierno de Myanmar sobre el pueblo rohingya, fuesen meras notas al pie de página.
Y al tiempo que EEUU lidera la expansión del fascismo social, sin tapujos, sin disimulos y en total y cínica transparencia, alimentado por el fanatismo religioso de vertiente cristiana neopentecostal; en Nicaragua el líder heredero de la revolución sandinista asesina estudiantes y manda a quemar una familia entera porque se negó a colaborar con el ejército. El silencio de los últimos años de las izquierdas latinoamericanas frente a la deriva dictatorial del esperpento Ortega-Murillo es ensordecedor. La crisis en Nicaragua no comenzó hace 2 meses. Ortega se ha encargado de perseguir y anular toda forma de organización política que no esté alineada con él y su mesianismo demencial. Sus primeras víctimas fueron las activistas feministas, a las que acusó de ser agentes de la CIA. Y, por supuesto, no debemos olvidar que dos fuentes de apoyo económico, político y simbólico, fundamentales para Ortega, han sido el sector empresarial y la jerarquía católica nicaragüense.
Hoy Nicaragua arde en llamas y en gritos de desesperación, de hambre, de terror. Frente a estas escenas, la comunidad internacional no ha pasado de dar un diplomático apoyo a las gestiones para la “negociación y el diálogo”. Tengo una palabra para referirme a los líderes políticos que hacen ese tipo de gestos: pusilánimes. ¿O es que nadie sospecha que con estos “diálogos” los Ortega-Murillo están ganando tiempo para organizar sus asuntos financieros y retirarse como millonarios?
Frente ante esta desolación que sólo crece día con día, la indiferencia, el silencio, la negación, no son alternativas. Son formas de evasión y complicidad. La pregunta ahora es ¿qué podemos hacer? Eso es lo que necesitamos poner en discusión. Y mientras logramos organizar los esfuerzos solidarios, hay algo que ya podemos hacer: acoger a las víctimas, darle la bienvenida a quien huye del espanto, del hambre, de la muerte.
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