La respuesta a esta pregunta se puede estimar a partir de la descripción del deber de probidad consignada en la Ley contra la corrupción y el enriquecimiento ilícito en la función pública, con resultados nada despreciables, que sería de utilidad conocer para discutir y tomar decisiones en la materia.

Toda entidad pública, usuaria o custodia de recursos públicos, en pro de lograr los objetivos para los cuales ha sido creada o autorizada, realiza dos tipos básicos de labores: las principales (procesos y proyectos sustantivos), y las netamente administrativas y de control (de apoyo a las primeras). Todas tienen que realizarse observando el deber de probidad, esencial para prevenir la corrupción, según lo dicta la normativa aplicable.

Ese deber consiste, fundamentalmente, según la referida ley (art. 3°), en identificar y atender las necesidades colectivas prioritarias, de manera planificada, regular, eficiente, continua y en condiciones de igualdad para los habitantes; asimismo, demostrar rectitud y buena fe en el ejercicio de las potestades legales; asegurarse de que la toma de decisiones sean imparcial y ajustada a los objetivos propios de la institución y, finalmente, administrar los recursos públicos con apego a los principios de legalidad, eficacia, economía y eficiencia, rindiendo cuentas satisfactoriamente.

Por extensión, entonces, podemos decir que prevenir la corrupción implica la observancia de una serie de mandatos constitucionales y leyes y, por ende, de aspectos jurídico-técnicos indispensables para eso, por ejemplo, en materia de rendición de cuentas, rectoría gubernamental, planificación, compras públicas, control interno, acceso a información, tramitología, los cuales se desarrollan mediante labores de apoyo, cuando no como labores sustantivas, además, de ciertas entidades, tales como la Contraloría General, la Procuraduría de la Ética Pública y la Defensoría de los Habitantes.

En ausencia de sistemas de costeo (carencia que, por cierto, la Contraloría General apunta, año tras año, para dar una opinión adversa del informe de resultados físicos del presupuesto de la República), y más aun de costeo por actividades, se puede, sin embargo, como un ejercicio muy somero, estimar cuántos recursos estamos dedicando, por año, a las referidas labores netamente administrativas y de control; además, limitado solo a la partida de remuneraciones (dejando de lado rubros como inversiones en equipo, soluciones tecnológicas, o gastos en materiales, viáticos, suministros, etc.).

Según el informe de esa entidad fiscalizadora (CGR), Presupuestos Públicos 2024: Situación y perspectivas, para este año, el monto aprobado correspondiente a la partida de remuneraciones del sector Público alcanza un total de 6.6 billones de colones, cifra que corresponde al 13,4% del PIB. Si consideramos una entidad ejemplar, como lo es la CGR, en datos consignados en Memorias Anuales, se anota que ha venido teniendo una proporción cercana al 70% de su personal en labores sustantivas y 30% en labores de apoyo.  Esto sin dejar de lado que, en la realización de las labores sustantivas, siempre se tienen que realizar esfuerzos administrativos y de control, que sumarían a esta estimación.

Aplicando esas proporciones al rubro de remuneraciones en general —ignorando, claro, diferencias de orden salarial y entre entidades—, un 4,2% del PIB se estaría dedicando a esas labores (para contrastar, a educación se dedica un 6% real). Es, reitero, una estimación muy general, si se quiere, pero no cabe duda que dadas las referidas magnitudes, si se conociera el costeo real para afinar el cálculo, el monto no sería nada despreciable.

A pesar de eso, se registra una caída de la calificación del país en índices internacionales relacionados, continúan surgiendo casos graves de posible corrupción y se habla, incluso, de valorar la creación de una nueva entidad, un órgano rector en la materia, como ha sugerido la Defensoría de los Habitantes. Por ello, tener idea de la dedicación de recursos actual puede activar el interés, al menos, de conocer mejor el dato, como un insumo más para sopesar intenciones como esa y para establecer bien las prioridades; máxime frente a las limitaciones fiscales para la inversión social y en infraestructura.

Como alternativa, es clave dar seguimiento a la implementación de la Estrategia Nacional de integridad y prevención de la corrupción, y, en general, valorar la efectividad  y eficiencia de los esfuerzos existentes en este ámbito; coordinando las iniciativas desde las posibilidades dadas por el marco jurídico e institucional disponible. Como lo indica la Sala Constitucional, ciertamente, esa lucha “requiere de una acción transversal, concertada y coordinada de todos los entes y órganos públicos que componen el universo administrativo” (Resolución 5090 del 11 de junio del 2003). En esa dirección apunta esa estrategia.

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