Costa Rica representa una economía pequeña y como todas las de su clase se ve fuertemente sacudida por los avatares de la globalización económica y el hiper-capitalismo. Pensarnos fuera de los vaivenes del mercado mundial y visualizar las problemáticas sólo desde su carácter local es ignorar la raíz de una buena parte de lo que acontece actualmente. Un ojo en el pie y el otro en el camino conlleva mareos y tropiezos, pero puede ser de mucha ayuda cuando de visionar horizontes compartidos se trata.

La crisis fiscal que vivimos actualmente es una muestra de ello. El endeudamiento que implicó el “plan escudo” ejecutado por los Arias para “paliar” los embates de la crisis inmobiliaria estadounidense del 2008, repercute directamente en el debilitamiento actual de las finanzas públicas del país.

Lamentablemente mucho de ese dinero parece haberse utilizado para crear nombramientos burocráticos con finalidades clientelares. ¿Una administración más sensata de esos fondos no hubiera servido para reactivar nuestra economía? ¿Fortalecer nuestra producción nacional no hubiera sido un mejor camino que el de hacernos más dependientes de la especulación de los mercados bursátiles?

Se tomaron decisiones radicales con visiones ideológicamente sesgadas. El pragmatismo nunca caracterizó a esta élite político-oligárquica, no obstante sí, su egomanía.

Como consecuencia el debilitamiento de las finanzas públicas y su impacto en la economía amenazan seriamente hoy nuestro Estado Social de Derecho. El peloteo, el populismo, la demagogia han ido tirando el problema de una administración a otra.

Justo ahora cuando el ejecutivo tiene la papa ardiendo en la mano, la Asamblea Legislativa, quien es la encargada directa de hacer los ajustes y de ratificar la reforma tributaria, está conformada por una mayoría de diputados y diputadas que provienen de grupos neo-conservadores y de una derecha que cede fácilmente a presiones de grupos corporativos.

No se puede obviar que las presiones de un sector sindical representan también intereses particulares, incluidos los de una elite con aires aristocráticos que ha venido escalando a lo largo de los años y juega en el campo político desde una postura pseudo-izquierdista, haciendo de la “lucha de clases” una caricatura grotesca al servicio de sus beneficios.

Que funcionarios millonarios (¡que serán pensionados millonarios!) hablen de justicia social y equidad bien puede resultar una ofensa hacia los y las trabajadores de las mismas instituciones que apenas les alcanza para llevar una vida modestamente digna. Dichas instituciones en su jerarquización monolítica y asimétrica son el reflejo de la desigualdad vertical que vive el país.

El movimiento huelguista eso sí, tiene auto-legitimidad en su accionar, contrario a lo que muchos pensarían, su efervescencia emotiva es lo que le brinda sentido en la medida en que no todo reclamo apunta a lo normativo y a lo legal. Hay mucha desesperanza y sufrimiento en trabajadores y trabajadoras que llevan años en condiciones deplorables por la misma ineficiencia e incertidumbre institucional en la que les toca desenvolverse y sobrevivir.

Muchas de estas personas van desde las provincias y cantones a expresar de manera legítima su disconformidad con un estado al que sienten fallido en la medida en que este se ha vuelto, en lo operativo y cotidiano, confuso, extremadamente burocrático y rígido. Encuentran en esta coyuntura una forma auténtica de expresión contra medidas impositivas que les afectarán directamente. La huelga canaliza malestares acumulados y en su movilización crea espacios de encuentro y acuerpamiento colectivo.

Para estos movimientos está claro que la reforma tributaria no tiene el balance apropiado, exige a los que menos tienen y es más que flexible con el gran sector empresarial. Esta reforma podría aprobarse pero con una negociación justa que equilibre la balanza para todos los sectores. Los movimientos unidos en huelga son una oportunidad para que el gobierno haga mejoras a la ley que impulsa en el plenario y, así, estas reformas sean realmente progresivas. ¡Si toca el sacrificio que al menos esté bien repartido! parece ser la consigna común.

Sin embargo, la negociación y el diálogo han decaído para dar paso a una polarización que violenta ya los principios de paz y convivencia. La crisis fiscal también es el reflejo de la crisis de un modelo estatal que se quedó estancado en los noventas, lo cual, junto a realidades globales fluctuantes e inestables, propicia una sociedad profundamente dividida encapsulada en burbujas identitarias monologantes, en clases sociales que tienden a distanciarse, en conglomerados territoriales que hablan en lenguajes disímiles.

Construir horizontes comunes es el reto fundamental. Unidad en la diversidad la premisa de cualquier visión. Mirarnos a los ojos, establecer vínculos reales con las y los otros, descentrar y relativizar nuestra posición como hablantes, dotar de valores nuevos y más humanos los discursos y entablar conversaciones veraces, con reglas claras para el juego democrático son las tareas urgentes para crear verdaderos canales de diálogo. Ningún aire de autoridad paternal es de recibo cuando de negociar se trata.

Una comunicación pragmática pero, a la vez senti-pensante, puede conducirnos hacia una democracia más deliberativa, que potencie espacios y herramientas para estudiar, debatir, discutir y sentir colectivamente los temas que son de un alto interés social. Si algo ha demostrado este movimiento es necesidad de información veraz y necesidad de espacios de encuentro para profundizar el tema fiscal y sus implicaciones.

Sin una ética de la palabra, sin un compromiso pragmático y honesto, la política sigue siendo el “ping pong” del poder y el contrapoder y esto nos conduce a un choque y desgarramiento permanente. Todos los actores podrían flexibilizarse en sus posiciones para que la cuerda no se rompa y, así, jalar parejo hacia un desarrollo justo.

Lo que está en riesgo, más allá de nuestra economía, es el tejido social de un país que compartimos, que imaginamos y que construimos juntos y juntas. Lo que está en juego, más allá de la “salud fiscal”, es el modelo estatal que necesita actualizarse de cara a los retos que implica sortear vientos huracanados de un mercado global inestable y, no en pocas ocasiones, voraz. Bien nos hace cambiar el tono de confrontación, actuar reflexivamente y reflexionar activamente.

Más violento y peligroso que el huracán Otto y la tormenta Nate juntas, pueden ser un estado maltrecho y débil en medio del desafuero tempestuoso de una economía global en crecimiento.

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