Me uno a las tantas personas que, en estas fechas, descubren que el mundo sigue celebrando, que las luces de la Navidad no se apagan, incluso cuando el corazón se ha partido en dos.

Hace pocos días perdí a mi queridísimo hermano menor, el amor más tierno. A veces creo verlo cruzar la casa como si se hubiera vuelto parte del aire. A veces parece esconderse en los milagros más discretos del día a día: en una risa que surge sin aviso, en un sueño que se percibe como visita, en la inexplicable certeza de que no todo se ha perdido, de que todo lo amado persiste en un hilo invisible. Porque hay amores que no entienden de despedidas y aprenden a quedarse.

Sin pedir permiso, la enfermedad encontró su camino hasta su cuerpo y lo fue ocupando todo. Desde entonces, nos ha tocado aprender a habitar la ausencia y a transitar por caminos que jamás imaginamos recorrer. Cada paso es nuevo, torpe, lleno de preguntas sin respuesta.

Sin embargo, afuera, las luces, los regalos y los arbolitos insisten en brillar, y los días avanzan como si nada hubiera cambiado. Pero dentro de mí el tiempo es, sin duda, más pausado, como quien carga una ausencia invisible pero inmensa. Hay silencios que saben exactamente a quién nombrar.

Quiero creer que algún día este dolor aprenderá a callarse un poco, que dejará de doler con tanta fuerza. Por ahora, el año nuevo llega sin entusiasmo, sin deseos, apenas con la voluntad de seguir, de recibirlo como se recibe la lluvia cuando no hay refugio: sin ganas, pero de pie.

En esta Navidad, regalemos lo que no se envuelve ni se compra: el calor que habita en un abrazo, regalemos cariño, lealtad. Porque también hay regalos que, cuando el dolor se instala, valen más que todo lo demás y son, por eso, los más hermosos

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