El artículo de Francesca Galuppo no merece mayor respuesta, pero por respeto a los lectores del medio, es bueno desmentir algunas cosas que manifiesta en su visión.
Ciertamente el debate sobre Israel y Palestina se ha convertido, en ciertos sectores, en un terreno minado donde las palabras “genocidio”, “resistencia” y “apartheid” se emplean con una ligereza que poco aporta al análisis serio y que, normaliza la violencia y justifica atrocidades. El uso indiscriminado de este tipo de lenguaje revela una profunda distorsión histórica que invisibiliza responsabilidades, omite hechos esenciales y trivializa el sufrimiento real, donde tanto palestinos como israelíes han pasado momentos agobiantes, todo en favor de una narrativa que señala un único culpable absoluto.
Uno de los elementos más problemáticos es la construcción discursiva en torno al 7 de octubre de 2023. Presentarlo como un “acto de resistencia” es apología a las atrocidades reconocidas internacionalmente como terrorismo vil y cruel. Los ataques cometidos por Hamás, incluyendo masacres deliberadas de civiles, secuestros de niños, mujeres y ancianos, violencia sexual, destrucción de comunidades enteras, no admiten matices moralizantes.
Ningún marco jurídico internacional, ni siquiera el derecho de resistencia en contextos de ocupación, legitima la masacre de civiles. Sin embargo, discursos como el de Galuppo optan por desplazar la atención, como si describir objetivamente lo que ocurrió fuese ceder ante una narrativa ajena.
El segundo problema es el uso automático del término “genocidio”. El dolor inmenso y la devastación en Gaza son indiscutibles y deben ser reconocidos sin reservas. Pero transformar todo el conflicto, desde 1948 hasta hoy, en un proceso continuo de genocidio supone vaciar de sentido jurídico un concepto que requiere intención demostrada de destruir a un grupo “como tal”.
Hasta hoy, ningún tribunal internacional ha emitido tal conclusión, y la Corte Internacional de Justicia en sus medidas cautelares, no atribuye responsabilidad penal contra Israel, sino reconoció plausibilidad para exigir vigilancia. Confundir un proceso en curso con una sentencia en firme no es análisis; es manipulación emocional que impide comprender la complejidad actual.
Otro punto es el relato de los “77 años de ocupación”. Históricamente, esto es insostenible. Entre los años 1948 y 1967, Gaza estuvo bajo administración egipcia y Cisjordania fue anexada por Jordania. No existió un Estado palestino soberano antes de 1948, porque la región estaba bajo mandato británico.
La ONU propuso un plan de partición que el liderazgo judío aceptó y que el liderazgo árabe rechazó abiertamente, optando por la vía militar. Ignorar ese dato, así como el hecho de que tampoco se proclamó un Estado palestino durante los 19 años de control árabe, es reducir la historia a un relato conveniente donde todas las decisiones palestinas y árabes desaparecen.
La omisión de responsabilidades no se limita al pasado. Las Intifadas del siglo pasado no fueron solo levantamientos populares, porque además incluyeron cientos de atentados suicidas contra civiles israelíes que destruyeron la confianza en el proceso de Oslo. El liderazgo palestino, lejos de contener la violencia, permitió e incluso promovió discursos que glorificaban a los perpetradores a los cuales llamaron héroes o mártires. Presentar estos episodios como “resistencia” es ignorar que también fueron un fracaso estratégico de la dirigencia palestina, debilitando su legitimidad interna y cerró espacios de negociación.
Lo mismo sucede al tratar las cifras de víctimas, la información del Ministerio de Salud de Gaza que es controlado por Hamás se cita sin distinción entre civiles y combatientes, sin revisión metodológica y sin señalar que la ONU ha tenido que corregir categorías varias veces. Reconocer el sufrimiento palestino es válido, pero presentarlo mediante cifras políticamente infladas o descontextualizadas no dignifica a las víctimas; las instrumentaliza.
Adicionalmente, se repiten afirmaciones incorrectas, como que Israel “aprobó la pena de muerte para prisioneros palestinos”, cuando dicha legislación no existe; o que “califica a infantes como terroristas”, cuando se trata de una afirmación que no aparece en ningún documento oficial y cuyo propósito retórico es equiparar la política israelí con una política deliberada de asesinato, no solo carecen de sustento, sino que degradan el debate público.
La narrativa se vuelve especialmente problemática cuando se utiliza la política exterior de terceros países, como Costa Rica, para sugerir complicidad moral. Firmar un tratado de libre comercio con Israel no significa avalar cada una de sus políticas, del mismo modo que comerciar con países como Estados Unidos, China, Turquía o Emiratos Árabes no implica adhesión ideológica.
El comercio internacional responde a intereses estratégicos, no a purezas doctrinarias, por lo que convertir cualquier relación con Israel en una prueba de “negacionismo del genocidio” supone aplicar estándares imposibles a unos actores y ninguna exigencia a otros.
Pero, el mayor vacío del argumento radica en su incapacidad de articular una propuesta real. Por cuanto, si todo es genocidio, si toda violencia palestina es resistencia legítima, si toda interacción internacional con Israel es complicidad criminal, entonces no existe espacio para la diplomacia, ni para soluciones negociadas, ni para reconocer la dignidad de ambos pueblos. Por lo tanto, ese marco no busca resolver el conflicto, sino consagrar un relato moralizante donde una narrativa elimina a la otra.
El sufrimiento palestino merece ser escuchado sin filtros ni reduccionismos. La angustia israelí ante décadas de terrorismo, guerras, hostigamiento regional y la masacre del 7 de octubre también merece ser reconocida. No hay avance si se normaliza la violencia de un actor mientras se caricaturiza al otro.
No puede existir paz, justicia o coexistencia si se sigue negando sistemáticamente la responsabilidad del liderazgo palestino y árabe en decisiones que han perpetuado el conflicto, desde el rechazo a oportunidades diplomáticas hasta la glorificación de actores armados que se benefician del estancamiento.
El lenguaje importa, las cifras, historia, todo esto importa, pero usarlas de forma selectiva no honra a las víctimas ni acerca soluciones, solamente alimenta trincheras ideológicas. Un análisis honesto exige reconocer la complejidad, incluso cuando incomoda, y asumir que ninguna narrativa unilateral podrá explicar ni reparar un conflicto tan profundamente humano.
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