El nuevo título de relatos de Calú Cruz, La sociedad de las moscas, tiene un sustento bíblico: “En la Biblia, por ejemplo, se les mencionan como animales ligados a Baal Zabut o Belcebú, el señor de las moscas, y su existencia transmuta lo sagrado y lo hace apestar” (Eclesiastés 10.1). En este sentido, el señor ‒demonio indigno‒, es la sociedad por sustitución de los términos. Quiere decir que la indignidad es ya el imperio de lo real. Y el señor de lo corrupto es el mismo sistema, está fusionado al mundo.

La persistencia de este insecto omnívoro impregna el libro con una deliberada intención. Su presencia acosadora inquieta. Incluso una historia marginal de este bicho, que excreta mientras come, se alterna con los relatos, con propiedad entomológica. Esta particularidad nos avisa que el autor ha concebido una ironía macabra: su análisis del insecto es también una disección forense. La realidad se descompone ante el autor, no existe nada sagrado, se ha echado a perder la conciencia en términos generales. Hasta aquí el mensaje es opresivo.

Las elaboraciones literarias de Cruz son insólitas. No están suavizadas en una criba. Y decimos insólitas porque nos presentan lo cotidiano sin trasluces. Según parece decirnos, lo que produce extrañamiento es a veces lo que está presente, lo menos distante. Esos sucesos que vemos en la prensa y los dejamos pasar, el latido siniestro del vecindario, los comportamientos que sabemos usuales y son, bajo la lente de un narrador, espantosas costumbres. ¿A qué nos hemos aclimatado?

Quedamos con la sensación de que ya lo habitual es monstruoso. No hay que ir a otro planeta. Todas las formas posibles de torceduras están en este. “La cordura es un mundo pequeño, pero la locura es realmente el universo” (p. 123), confiesa el autor. Por otro lado, expresa: “… allá, afuera, donde la calle es una ruleta y no se sabe quién vuelve al hogar o quién se pierde para siempre entre sus cuadrantes” (p. 23). Esta última afirmación es, en efecto, la convicción que se tiene hoy día de cómo están las circunstancias en los meandros de todo pueblo.

Cruz ejerce una descripción despiadada del psicópata funcional que puede fluir con acierto portando un antifaz engañoso. Nos presenta al descuartizador Logan Cienfuegos (La herencia de Koky) que tararea frente a su madre los triunfos de sus crímenes. La madre, doña Inés, cansada de contarle víctimas (ella sabe lo que tiene), pretende librarse del hijo asesino, pero este es más veloz. Por otro lado, Cruz nos dibuja la figura de un monstruo que se asoma con sigilo:

Tío Koky entra en la casa. Trae en su pecho la cruz de san Benito y de su muñeca pende el escapulario de la Virgen del Carmen. No es que sea muy devoto, sino que es supersticioso y obediente a su nueva casera. En su pecho, según le dijo su hermana Inés, lleva la protección contra el mal de esta tierra, mientras, en la muñequilla y junto al reloj, el pase directo al cielo. (p. 25).

La triste realidad es que tío Koky no es buena ave tampoco.

También, Cruz realiza un análisis exhaustivo de las redes sociales: un submundo donde otra realidad paralela continúa el desastre de aquel mundo de cuatro paredes que algunos conocimos. Pues ya ese sistema terminó para siempre. Quizás es aquí donde con más fuerza el narrador entomólogo hunde el diente. En Viacrucis ‒que realmente lo es‒, se detalla el asesinato de una chica que ha estado mensajeando con un desconocido, el mismo Logan Cienfuegos. La experiencia que vive la madre es exactamente el camino de la cruz. Con qué facilidad se pierde hoy la gente, podría exclamar uno. Tal es la desazón que deja el relato en nuestra conciencia. Un simple celular es un medio a metaversos escalofriantes. ¿No es cierto? Desde lo virtual se puede insuflar de vida falsa un sueño y hay más posibilidades de escapar con vanas promesas que esconden mentes salvajes.

Para el autor, se vive en una jungla sin protección moral. Los individuos ‒muchos‒ han relajado los escrúpulos, se espera que el entretenimiento sea constante y que los demás vengan con sus propuestas. ¿Cuáles propuestas? No importa, el corazón está vacío. Y el cerebro tampoco tiene muchas ganas de esforzarse.

Nada es como lo pensábamos. Más si se le ocurre a uno, como el espíritu que deambula luego de morir, en el relato La casa de las moscas, permanecer lo suficiente para saber qué pensaba la gente más cercana de nosotros: despedidas groseras, traiciones descubiertas, fraudes a costa del desaparecido. Aquí nada es inocente. Por eso son relatos sin trasluces, es decir, sin atenuación de la realidad. Todo se cuece en la salsa de la misma rutina sin salida. Cruz expone las mentalidades como son, quizás sin “realismo mágico” (diríamos irónicos). Imaginamos que realizó una exploración de campo para extraer los paisajes que son hoy costumbre. Interpretó con precisión la idiosincrasia del “nuevo individuo”. En el apartado La modelo de OnlyFans nos presenta a la chica sin remilgos morales, hoy convertida en muñeca competitiva. Nos recuerda el caso de Gerardo Cruz, quien se pensó asesinado por denunciar a un depravado. Refiere cómo podría ser una cópula entendida como mercancía, así como se vive en los albores bíblicos y locales. Expone sin tapujos el bestialismo como una práctica que se podría considerar normalizada. Nos retrata, en el apartado El comentarista youtubero, a ese nuevo “pensador” salido de la baja escolaridad ‒en algunos casos‒ y centrado en obtener ganancias. El circo de idiosincrasias es extenso e insólito. Insólito por su actualidad. Nada más espinoso que aproximarse a eventos coyunturales. Decamerón supuso que era menos repugnante reunir a sus personajes lejos de la peste negra, en un palacete, donde pudieran vivir en cierto solaz. Cruz toma fotografías y las revela en su cuarto oscuro, sin alterar la sustancia de lo explorado.

En términos generales, Cruz es un escritor de relato negro. Las narraciones de este libro imitan la realidad, incluso el habla más callejera. Las ambientaciones son logradas en su compleja sordidez. El autor logra ser el entomólogo de este tiempo. No quiere agradar al lector ni mucho menos. Sabe que a este le arderán los ojos. El exceso de realidad es abrumador. Los personajes que consigue extraer de sus metódicas investigaciones de escritor revelan un sistema que está condenado y al que no le interesa ninguna redención.

Suponer ser completo en los propósitos del autor es imposible. Solo concluimos en que el autor tiene una tenaz observación forense y que en este libro roza el nihilismo de un terror social donde, quizá, ya estemos en el purgatorio y no lo sabemos.