Como nos cuentan los mitos, es desafiando a los dioses como mejor ha expresado el ser humano su humanidad, dijo Salman Rushdie durante el célebre discurso que pronunciara en el acto de graduación del Bard College de Nueva York, en 1996.

Rushdie no reniega de los mitos, como veremos al final de este breve artículo. Pero desafiar a los dioses no es fácil. Después de todo, se sientan a la mesa en nuestras casas desde antes de que comencemos a trazar los recuerdos.

Antes de aprender a caminar, incluso antes de los primeros balbuceos, nuestras madres (y, en ocasiones, nuestros padres) nos enseñan las oraciones que portan los discursos con los que, a brincos y a saltos, con mayor o menor fe, con eficacia más o menos autocomplaciente, han construido su visión del mundo.

Se requiere de cierta fuerza subterránea, de algún instinto atávico, arrancado de las cavernas que nos vieron alguna vez surgir de la oscuridad, lanza en mano y con ojos inyectados de basal adrenalina, para confrontar el orden heredado de nuestras deidades, los códigos de comportamiento que nos vuelven inteligible la vida.

Así, el periodista y escritor Óscar Ureña sale de algún Inframundo que tenía oculto detrás de las orejas o en los zapatos, quizás en la gaveta de su infancia, para publicar un disco que resignifica los mitos griegos mediante una fusión de géneros musicales como el post-hardcore, el rock alternativo y matices de trap; para decirnos, entre otras cosas, que la libertad es el gran viaje inconcluso, una quimera ineludible que, a pesar de su imposibilidad, hace que el doloroso ejercicio de vivir valga la pena.

Y lo hace en canciones que nos cuentan desde los ojos del presente historias ancestrales, tejiendo una narrativa que conecta lo antiguo con lo contemporáneo, al tiempo que explora temas universales como el sacrificio, la soledad y la lucha contra la adversidad.

Inframundo se muestra, ¿cómo no?, como simbiosis entre palabra y música, demostrando cómo estos elementos trabajan juntos para crear significados nuevos y profundos. Las letras de Óscar Ureña son poéticas, cargadas de imágenes poderosas que dialogan con los paisajes sonoros del disco. Este diálogo entre palabra y música amplifica la experiencia narrativa: mientras que las letras articulan el conflicto y las emociones de cada personaje, la música intensifica y enriquece esos sentimientos.

Por ejemplo, en Medusa, la música oscura y melancólica refleja la soledad y el castigo del personaje, mientras que las palabras expresan su anhelo de libertad y reconocimiento. En “Ícaro”, la melodía evoca, como su letra, el deseo de escapar y alcanzar un nuevo estado, una libertad resbaladiza en los pliegues imperfectos de nuestra humanidad, en su biológica realidad que nos ata inexorablemente a la degradación.

La colaboración entre lo verbal y lo sonoro permite a Inframundo trascender la simple narración para convertirse en una experiencia emocional y sensorial.

Este disco construye un arco narrativo que se denota inclusive en el orden de las cinco canciones.

Arranca con Prometeo, el sempiterno benefactor de la humanidad. El regalo primigenio, la gran ofrenda que el titán, poniendo su divino cuerpo como ofrenda expiatoria de su dadivosidad, brinda a los seres humanos, transformándolos, pero también condenándolos a la insatisfacción de la eterna ambición por el conocimiento que yace en el fondo de la llama que nos ha dado.

Sigue Sísifo como huella de ese antiguo regalo. El eterno retorno de lo absurdo que significa una vida sin sentido, lo que nos obliga a llenarla de significados que nos inventamos, arbitrariamente, refugiándonos en los intríngulis de la filosofía, la religión, la política, el sexo y todo el menú de apetencias humanas que nos posibilita nuestra inteligencia.

Ya mencionamos a Medusa e Ícaro, pero entre ambas canciones-relato nos encontramos con el mito de Teseo y el Minotauro, que nos arroja hacia la necia terquedad del fundador de Atenas, mientras hace oídos sordos a la maravillosa afirmación de libertad y poder del guardián del famoso laberinto, para decidir acabar con esa bestia cuyo más atroz pecado es, precisamente, huir de la bestialidad del sometimiento de los hombres para autoafirmarse como ente único y libre.

Justo después del sueño imposible de Ícaro, cerrando el disco, nos despide Deucalión, el hijo de Prometeo (el gran sobreviviente del diluvio enviado por Zeus), en un interesante cierre circular donde el agua de la finitud humana termina por llevárselo todo, dejando a Deucalión como triste testigo de la ira de los dioses, pero también de la grandeza de los hombres y las mujeres que, sabiéndose finitos, material para la descomposición, siguen moldeando hermosas alas de cera en busca de la emancipación de sus cadenas.

Al inicio de estas palabras dije que Rushdie, con toda su vocación transgresora, no renegaba del mito, como no lo hace Ureña (al menos a mi parecer) en Inframundo. Porque nuestro escritor-músico entiende, como lo hace Rushdie, que “el mensaje de los mitos no es el que los dioses quieren que aprendamos, que debemos comportarnos y conocer nuestro lugar, sino exactamente lo contrario. Es que debemos ser guiados por nuestra naturaleza”.

Naturaleza que piensa, imagina y regurgita su imposible sueño de libertad, pero cuya imposibilidad, paradójicamente, lo hace el más hermoso sueño que nunca tocaremos.