Reseña de la novela de Celso Romano.

La compleja y extensa trama de esta novela se apoya en un triángulo amoroso trazado en el tiempo con el conflicto de los amores imposibles. Ese triángulo, no visible del todo en principio, genera otros similares con sus respectivos conflictos, así como amplias redes familiares y ciudadanas de una villa, mejor dicho, una ciudad en franco crecimiento. Ubicada a finales de los años sesenta del siglo pasado –con saltos en el tiempo hacia los años setenta y, finalmente, hasta nuestros días, con variados flashbacks– la narración tiene como gran escenario la entonces tranquila y lejana Villa, reconocida hoy como la flamante Ciudad Quesada.

A medida que vamos conociendo y reconociendo a los personajes principales, así como a los múltiples secundarios, vamos ingresando a la variopinta infraestructura quesadeña con sus cantinas, restaurantes, sodas, centros educativos, cines, edificios públicos, casas de habitación, hoteles, comisariatos, pulperías, almacenes, papelerías, burdeles…; así como al exuberante paisaje que rodea a la urbe de la región norte costarricense con sus colinas, montes, volcanes, bosques, ríos, quebradas, plantaciones...; exóticos parajes con centros turísticos y hotelería de montaña. Pero sobre todo la niebla, esa sempiterna bruma que en los largos inviernos sancarleños rodea el pie de monte y arropa la ciudad cual cortinaje teñido de espesa melancolía, nostalgia, cabanga.

En efecto, la novela –de formación, digámoslo de una vez– es un arduo viaje encabalgando periodos, paisajes y conflictos interiores de personajes teñidos por una nostalgia sepia, cuales fotografías amarillentas en un álbum familiar o en la memoria de un pasado reciente, sin embargo, remoto. Esa temblorosa telaraña cargada de rocío, lluvia y neblina, a veces nos parece – y se nos aparece– fantasmagórica, como la salida de una mujer embozada de un hotel o los periódicos que arrastra el viento en la oscurana por las calles centrales de la ciudad. O más espectral aún, como en el capítulo 34 donde aparece la Sílfide de ojos verdes “envuelta en una larga túnica blanca de mangas largas y calzada con sandalias (…), recortada contra el fondo de las grandes coladas de lava humeantes que el volcán no cesaba de arrojar, túmulos enormes de piedras que se alzaban como alas de águilas gigantes prestas a emprender sus vuelos de rapiña y destrucción por un cielo entre cobrizo y escarlata” (pág. 349, vol. 1). Se trata de la tragedia causada por el volcán Arenal en el aciago año de 1968, específicamente de la mortal erupción del 2 de agosto y de uno de los pasajes más patéticos, ominosos, alucinantes y, por ello mismo, poéticos de la novela. 

Esa fina cinta de celuloide y azogue, en variados tonos de sepia, es el color de este inmenso e intenso esfuerzo narrativo. En ella se resguardan las imágenes del drama silencioso de un muchacho que va descubriendo eso que llamamos amor en inusitadas entregas de escenas femeninas juveniles de provincia, con encuadres familiares donde la doble moral se incuba y el incesto se asoma. La trama en crecimiento se desenvuelve dentro de una escenografía y atmósferas también en crecimiento: la villa convirtiéndose en ciudad cual señorita que aspira a gran dama, aunque se sabe envuelta en una telaraña desprogramada y en un incomprensible e incompatible “desarrollo”. La presencia de ese entorno, sus paisajes y microclimas, es tal que se convierte en el personaje central, en la figura principal que envuelve un pasado siempre presente de un grupo de personajes que mira el futuro de manera confusa, adulterada. O, como en la sala de cine cuando asistimos al visionaje de unas vidas que se desarrollan al margen, como si fuesen otras, como si se tratase de una producción ajena, del montaje que un director cinematográfico, cual demiurgo, pone en escena más allá de nuestras motivaciones y posibilidades. 

La narración, desmesurada y discontinua, intenta, como el maestro Proust, recuperar el tiempo perdido de una pasión primeriza –desdoblada en dos mujeres– del adolescente que se sabe incapacitado para el amor, aunque –en su fuero interno– pugna por derrotarse a sí mismo y sus circunstancias, para coronar sueños que, finalmente, se perderán en la borrasca de aquella espesa niebla sancarleña. Es un intento por recuperar el paraíso perdido de la infancia y la adolescencia atravesado por las intrincadas coyunturas de una época de profundos cambios socioculturales y políticos en una Centroamérica convulsa y en guerra. Así, la novela, excesiva en muchos tramos, es un esfuerzo escritural para rescatar un cronotopo y una mitología habitados por diversos personajes con sus pasiones, angustias, heridas, sueños y oscuras motivaciones en un presente plagado de confusión, violencia y miedo. Es el intento de uno de los escritores más lúcidos de nuestro tiempo por redimir la inexorabilidad de nuestras vidas e intentar salvarlas de su prosaísmo, del absurdo, de la disolución y del olvido. He allí –¡qué duda cabe!– el objetivo mayor del arte, de la literatura.