La quema de libros es un acto tan vil e inhumano como el genocidio, porque destruir el conocimiento, la historia, el legado y la continuidad cultural y genética que albergan los libros es una forma de exterminar a otros seres humanos y borrar ya no solo sus propias personas, sino también el rastro que dejan en el mundo. Quemar los libros es un acto de estupidez y barbarie tan grande que quienes lo hacen ni se dan cuenta de que se están destruyendo a sí mismos, porque están destruyendo el legado que les dio origen y les habría dado un futuro. Todos los seres humanos somos el producto de todos los seres humanos que hubo antes; negar su legado es negarnos a todos. Una sociedad que destruye sus libros se lanza a sí misma en un saco nada deseable lleno de criminales, tiranos, genocidas, imbéciles y toda clase de basura.
No obstante, hay muchas formas de quemar libros. Más allá de su mera destrucción física, el espíritu de este crimen es evitar que su contenido llegue a las personas y, de esta forma, negarlo, borrarlo, como si no hubiera existido. Una sociedad que no quema los libros, pero igualmente evita que estos cumplan con el objetivo de su existencia, es apenas una rayita menos abominable que una que sí los queme. Y esa rayita solo significa un poco menos de descaro.
Se destruyen los libros cuando se evita, por cualquier forma, que se publiquen, que se vendan, que circulen, que lleguen a sus lectores. Se destruyen los libros al censurarlos y prohibirlos, se destruyen al atacar a sus autores, lo mismo que a los lectores. Se destruyen los libros cuando se sacan de los centros educativos para botarlos a la basura, como en la Florida de Ron DeSantis.
Se destruyen los libros cuando se niega a las personas la formación necesaria para leerlos y comprenderlos, cuando se evita que surjan nuevos lectores y forjadores de lectores. Se destruyen los libros cuando se ataca la educación, se reduce y se convierte en un mero entrenamiento de empleados; futuros esclavos que apenas sobreviven y no tienen tiempo ni interés en leer. Se destruyen los libros cuando se ataca a los que enseñan a leer. Se destruyen los libros cuando se cree que leer es solo saber qué dicen las letras y que con eso basta.
Se destruyen los libros cuando se evita que las bibliotecas cumplan su función primordial: albergarlos para el presente y preservarlos para el futuro. Se destruyen los libros y se destruye el legado, el alma y el porvenir de nuestra sociedad entera cuando se evita que el libro viaje al futuro para hablar a las próximas generaciones, hablarles de nosotros, por nosotros y todos los que estuvieron antes, y nosotros hablar a través de él.
Y se destruyen los libros cuando se trata de matar a las bibliotecas, las ferias, las editoriales, las universidades y todos aquellos entes que hacen llegar los libros a sus lectores, como en la Costa Rica del falso jaguar que se sienta en la silla presidencial. Seamos nosotros verdaderos jaguares, porque el jaguar protege su bosque; no lo destruye. Protejamos nuestro legado.
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