A propósito de la romería hacia el santuario de la Virgen de Los Ángeles, he de decir que amo los silencios que regalan las Iglesias. Me gusta caminar lento, desde la entrada, pasar por las grietas que ha dejado el tiempo para avanzar hasta el altar y encender una vela. Son, además, como museos de milagros. Los templos católicos invitan a repasar ese sentir primario de nuestro tránsito por el mundo. Recorren las catorce estaciones de la cruz salvaguardando el significado de las flores, las espinas, la piedad, el dolor, la indulgencia, la luz, la oscuridad, la soledad hasta llegar finalmente a la muerte física.
Visitar la Iglesia de Saint-Philippe-du-Roule en París, a miles de kilómetros lejos de casa, implicó la misma sensación sostenida en el tiempo y en el espacio, aunque esta vez un poquito más conmovida. Porque, por suerte, hacía apenas una noche me encontraba en el Teatro L’Olympia escuchando a la talentosa y sofisticada cantante Natalia Lafourcade. Una delicia. Debo confesar que desconocía su nuevo album De todas las flores hasta que la canción Caminar Bonito se presentó con un conjunto de cuerdas y un mar de gente cantando en coro:
…Y agradezco entender una humilde elección
Caminar bonito
Cada día yo elijo
Pues la vida son montañas que yo quiero atravesar juntitos”
En suma, la vida misma es una romería. Un viacrucis que nos hace arrancar con fuerza y nos exhorta a escuchar nuestro corazón, persistente, que palpita a su propio ritmo. Que impulsa, además, el aire que entra por los pulmones para salir tibio a la misma tierra. Soplos que nos invitan a la peregrinación, a sumar rutas y escalar los campos de batalla.
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