Escribo esta breve columna con referencia a un artículo de opinión publicado en este medio semanas atrás. He de aclarar que no pretendo de ningún modo desacreditar la perspectiva del autor, más si mostrar un enfoque alternativo de la aplicación de la tecnología en la administración de justicia.

Se debe reconocer que todavía no se ha creado una tecnología capaz de emular un proceso cognitivo tal y como lo haría una persona (lo que se denomina un “sistema inteligente”). En otras palabras, actualmente no existe inteligencia artificial actual que permita imitar o reproducir un modelo de conciencia humana, al menos no de manera completa. De ahí que la idea de una inteligencia artificial sea capaz de sustituir a un administrador de justicia puede sonar descabellada. Sin embargo, ¿es esa una limitante para utilizar la tecnología en el proceso judicial y obtener mejores resultados que con las decisiones humanas?

El incesante desarrollo de la tecnología hace pensar que la creación de una conciencia artificial que pueda hacer exactamente lo mismo o al menos algo cercano a lo que realiza un juez, se encuentra a la vuelta de la esquina. Esto no parece una exageración ni una cuestión “utópica” (o distópica dependiendo a quien le preguntes). En un experimento realizado por la compañía LawGeex (AI vs Lawyers The Ultimate Showdown) se mostró que la inteligencia artificial, era más rápida, más eficiente y exacta al identificar problemas jurídicos sustanciales en un contrato que un conjunto de abogados.

¿Por qué no habría de utilizarse esta misma tecnología para la resolución jurídica de un caso en concreto? Aún si no fuere posible simular satisfactoriamente lo que hace un juez, sin duda alguna podría utilizarse la inteligencia artificial como apoyo institucional. Recalco, esto no es algo impensable, hoy día existen intentos empíricos de utilizar las IA en la administración de justicia (sistema Split -up, Expertius etc.).

Para ejemplificar, piénsese en implementar un algoritmo que nos permita precisar y asignar el monto de pensión alimentaria que merece una persona según sus necesidades, capacidades del deudor y estilo de vida.  O bien, pensar en otro algoritmo que determine la cuantía de un daño moral o uno que indique a quien le corresponde la custodia de los menores en un proceso de divorcio.

Si estos ejemplos suenan un tanto extremos se hace ver que en la actualidad tales decisiones son realizadas a mera convicción y apreciación subjetiva del juzgador. El daño moral, por ejemplo, se calcula según un parámetro denominado “in re ipsa” y la prueba se obtiene mediante “presunciones de hombre”, con ciertas “reglas” creadas de manera jurisprudencial. Ante ello, cabe preguntarse si una IA podría darnos parámetros más objetivos o al menos más congruentes.

Aclaro. Mi posición no es ni cercana a creer que estamos ante la solución objetiva y única de los problemas en la administración de justicia. Mi punto es que no debería negarse la posibilidad de someter y probar tales tecnologías para la resolución de aspectos técnicos – jurídicos que tiene por naturaleza un proceso.

Tal vez la incomodidad de implementar la tecnología al sistema de justicia es la extracción del factor humano. Como indica la profesora Martínez Bahena, corre un sentimiento de escepticismo cuando se piensa que un resultado judicial fue extraído por procedimientos mecánicos computarizados en vez de una persona de carne y hueso.

Que decidamos como sociedad si es bueno o malo elegir una justicia “mecanizada” en vez de una “humanizada” (independientemente de sus resultados) es ya una cuestión teorética y en nada invalida los potenciales beneficios prácticos que puede brindar la inteligencia artificial. Aquí se debe reflexionar qué tipo de justicia queremos y más importante, quiénes serían los más adecuados para aplicar tal justicia, si máquinas o humanos.

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