Este texto fue publicado inicialmente en anchasalamedas.org.

La primera vez en un torneo de natación no me sabía tirar desde la banqueta. Me daba terror golpearme la frente, quebrarme el cuello, quedar parapléjica o romperme los dientes. Pero me tiré y del golpe contra el agua, después del torneo tenía las piernas llenas de moretes. La gente del público hizo un ruido colectivo similar al que hace uno cuando ve que alguien se lastima. Eran 50 metros en piscina de 25 y cada brazada era como si me rebanaran los brazos con machetes. Llegué a la pared, descansé, respiré y empecé el regreso, medio llorando y medio respirando. Terminé y me dio un ataque de pánico. No podía salirme del agua. Todo esto en Sabana Oeste, San José, Costa Rica.

Hace 25 años, una chiquilla machita tica, de pelo corto y ojos de cielo se colocó frente a su carril y saludó sonriendo a un estadio que coreaba “U S A- U S A”, como si ellos estuvieran gritando su nombre o el de su país. Puso algo en el suelo. Estaba en Atlanta. En unos Juegos Olímpicos.

Se subió a la banqueta. Se subió con horas y horas y horas de entrenamiento, madrugadas, días libres. Se subió con el susurro hachero de muchos escépticos convencidos que Costa Rica nunca servía para nada en lo Juegos Olímpicos, ni en ninguna otra cosa. Se subió con las lágrimas acumuladas de repetir un ejercicio cuando ya no da el cuerpo. Se subió con sus medallas, mejores tiempos, torneos y campeonatos mundiales. Se subió con los comentarios racistas por haber nacido en Nicaragua, con los descalificativos diciéndole que tenía las cosas fáciles por “alemana”. Con los silencios de las cosas no contadas.

Pero arriba, en la banqueta, esperando el pitazo de salida, se está igual que en cualquiera de esos 8 carriles y se comprende lo que decía Buda: al final, por más apoyo, buenos deseos y compañías, las personas estamos profundamente solas y así enfrentamos las cosas. Dependemos de nosotros y de nadie más. Nadie está en mi cabeza, nadie en mi cuerpo, nadie entiende lo que se siente, nadie nada por mí. Nadie más que yo- o en este caso ella- se sube a la banqueta y se clava en el agua.

Vimos en vivo cada brazada de esos 200 metros, sin respirar. Cualquiera que nade ha sentido en el cuerpo la elasticidad del tiempo, lo que dura un segundo, una centésima. Las sensaciones físicas que van variando en cada metro. La lucha contra el ruido en la cabeza, contra esa conversación que no para. Todos, los que nadan y los que no, pasamos colectivamente de la mueca amargada descreída al silencio incrédulo y luego al grito del narrador:

¡Vamos Claudia!…¡Vamos Claudia! ¡Vamooos Claudia!

Cerramos llorando con ella, mientras la veíamos taparse la boca y agitar la banderita en el agua. Nosotros tampoco sabíamos qué se dice en esos casos. Hay momentos en que no es necesario decir o entender nada. Momentos que son solo para sentir. Que ella llorara por esa medalla de oro, se entiende. Pero ¿y nosotros? ¿Qué llorábamos nosotros? ¿Qué es lo despierta en cada uno ese video y ese logro? ¿Por qué lo sentimos como propio? ¿Por qué la admiración y el cariño y el agradecimiento?

Tal vez porque todos enterramos esperanzas de sueños a los que renunciamos por creerlos imposibles. Y de repente, agitando una banderita, recibiendo la medalla de oro, escribiendo la historia de su país, nos recuerda que todos, todos, podemos subirnos a esa banqueta, lanzarnos al vacío y recorrer la distancia que nos separa de lo renunciado. Tal vez porque 25 años después, nos sigue renovando la esperanza. ¿Y qué sería de nosotros sin la ilusión de un cambio que dependa del esfuerzo personal y no del azar? ¿Qué seríamos sin el ejemplo de que se puede?

Cuando le preguntaron en qué pensaba mientras nadaba, respondió: “En mi papá”. Porque las diosas olímpicas son, ante todo, seres humanos y tienen también esos amores imortales. Eternos.