Este maltrato lleva poco más de diez meses, una peste vaciada por el mundo. Seguimos sin salir a la calle. No podemos inventarnos otro mundo, únicamente esperar a que regrese un estar menos azaroso, confuso e inverosímil. Quisiera dejar un solo altar en casa, el tradicional. En este momento tengo ocho. Son mi diaria devoción a la esperanza. Las flores frescas ya no son una opción, ahora uso las de plástico. En cuanto a las velas, uso las que operan con batería. Esta desdicha nos ha removido, entre otras cosas, una capa de piel.

Algunos días son más prolongados que otros, deplorables o huecos. Crueles. Echo de menos los almuerzos en la cafetería de la Clínica, cerca de la casa de Julia, mi hermana. Observar los azulejos antiguos y los vitrales de la Capilla y encender otra vela, como de costumbre. Extraño lo que era. Pasar a buscar a mis nietos a la escuela, rodeada de ruido.

Ya lloré todo eso. Ya me estrellé conmigo misma por otras causas. Ahora solo obedezco. A las autoridades, al abismo que nos arrebató la dignidad, la libertad, la cotidianidad, los ahorros y la vida.

Todos los días tienen la energía de los domingos. Dominicus odiosis (latín), es decir, domingos aburridos. Cada semana lavo la misma ropa, preparo los mismos alimentos, hablo con las mismas personas, releo los mismos libros y contesto los mismos correos. Como si la vida se nos pasara a la espera, a secas, entre el polvo. Procuro dejar las ventanas abiertas para poder respirar y esperar el día a que regrese lo que tenía. Una ciudad alcalina: como el agua que ayuda a eliminar los ácidos del organismo. La ciudad era para mí un antioxidante natural, tibia, llena de gente. Nadando con valor, por todos lados, sin saber a ciencia cierta hacia dónde íbamos.

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